"Justo a tiempo", de Sergio Lozano Sangrador

02.06.2019

Era un asunto sencillo y difícil. Como todo en esta vida, pensé.
-Como todo en esta vida, chaval- sancionó mi compañero de despacho. A continuación, estiró la cabeza, miró a mi interlocutor de arriba abajo, me sonrió y volvió, en apariencia, a sus cosas. 

Sentado frente a mí, el usuario 10283, Arturo González, alegaba que llevaba más de tres años apuntado al gimnasio de musculación, a pesar de lo cual no le constaba haber pagado ningún recibo bajo ese concepto en los últimos meses. Desde la vuelta de las vacaciones, puntualizó.


Tomé la cartilla bancaria que el usuario había dejado sobre mi mesa y di un rápido repaso a los asientos. Había cargos de su tarjeta de crédito, extractos de pagos en diversos establecimientos y anotaciones relativas a los recibos usuales en nuestra civilización -luz, gas, tasas municipales, pólizas de seguros. - Ningún epígrafe tiene que ver con el polideportivo - adivinó mi compañero.
Pasé hasta la primera página y cotejé que los dígitos de su cuenta bancaria se correspondieran con los que teníamos grabados en su ficha de usuario. Bingo, resumí para mis adentros. 

- Bingo - exclamó mi compañero, mirando la cartilla por encima de mi hombro. 

Informé al usuario de que en verano habíamos cambiado nuestro sistema informático, proceso durante el cual se había cometido un número indeterminado de fallos al transferir los datos. En su caso concreto, el error informático -me esforcé en realzar la segunda palabra del sintagma, intentando que la primera pasara desapercibida- había supuesto la asignación de una cuenta bancaria obsoleta que dormía el sueño de los justos en algún recóndito rincón de su historial como usuario de las instalaciones. En resumen, concluí, las cuotas que usted echa en falta han sido enviadas a otra persona, la señora Kirsten Olson. Y sonreí -el colofón conveniente para las malas y las buenas noticias, según el manual-. 

Arturo bizqueó, una, dos, tres veces, y la boca se le descolgó de un lado. Kirsten, aulló, o preguntó, o las dos cosas a la vez. Le habéis estado cobrando mis clases a la zorra, aulló y preguntó, ahora sí, en perfecta sincronía. Se llevó las manos a la cabeza y sus párpados se desplomaron. Esa zorra y su abogado me van a sacar el hígado, bramó, sin ningún matiz interrogativo, antes de romper a sollozar. 

Mi compañero se puso en pie de un brinco, farfulló algo de una olla que había dejado en el fuego y tomó las de Villadiego. 

Arturo también se incorporó. Como accionado por un resorte. Abrió la boca, quizá intentado añadir alguna precisión, acaso para desahogarse, seguramente con el propósito de remontarse en mi árbol genealógico hasta los tiempos del Homo antecessor, pero solo consiguió boquear con los ojos a punto de salírsele de las órbitas mientras su tez iba tiñéndose de rojo escarlata. 

Aproveché su afonía para argumentar que el hecho de que la zorra -no era momento de recriminarle su lenguaje sexista- no hubiera devuelto los recibos no tenía por qué ser una mala señal. Arturo dio un manotazo sobre la mesa y se inclinó hacia mí. Traté de hacerle ver lo fácil que resultaría demostrar, ante cualquier juez, que se trataba de una negligencia administrativa en ningún caso imputable a su persona. Él respondió con un aullido. Acto seguido, se puso a cuatro patas sobre mi escritorio y acercó tanto su cara a la mía que yo podía oler, en su aliento, la mierda que en ese momento horneaban sus intestinos. Con la espalda pegada a la pared, decidí que debía dejar a un lado la retórica y la casuística, olvidé la vergüenza, mandé a paseo el orgullo y me hinqué de rodillas suplicando perdón. 

Mi compañero irrumpió en el exacto momento en el que Arturo, como atravesado por una descarga eléctrica, se derrumbaba entre convulsiones por un costado de la mesa. Traía el desfibrilador automático de la cancha. 

- Justo a tiempo, chaval -dijo al tiempo que le desabotonaba la camisa a Arturo.-. 

Justo a tiempo, resoplé, aliviado...