"Inolvidable" de Pilar Alejos Martínez

21.08.2022

A mediados de agosto de aquel verano en el centro de Nueva York, tal vez la culpa de lo que ocurrió la tuvo el asfixiante calor que derretía la razón e invitaba a la locura.

En la consulta del dentista, donde yo trabajaba como asistente, las ventanas permanecían abiertas de par en par. Los ventiladores perdieron su eficacia. El aire se tornó tan denso y pegajoso que lo hacía irrespirable. Los chorros de sudor se deslizaban en zigzag por mi espalda y empapaban mi ropa interior. Necesitaba salir de allí antes de que aquel blanco e impoluto uniforme se me pegase al cuerpo como una segunda piel.

Una brisa cálida acarició mi rostro al alcanzar la calle. Intenté recuperar el aliento sin darme cuenta de lo que sucedía a mi alrededor. Cuando recobré la calma, un leve murmullo, muy distinto a los habituales sonidos de la urbe, despertó mi curiosidad. Según me acercaba a su origen, creció hasta convertirse en una enorme algarabía. La gente, emocionada, lloraba y se abrazaba con desconocidos.

Pensé que ocurría alguna desgracia, pero, a pesar de sus lágrimas, sus caras expresaban alegría.

- ¿Qué pasa? -pregunté desconcertada.

- ¡Japón se ha rendido! ¡La guerra ha terminado! -respondieron a voces.

Aquella noticia me hizo tan feliz que me uní a ellos para celebrarlo. Todas las contiendas son terribles, pero esta había sido mucho más cruel. El sufrimiento provocado por la pérdida de millones de vidas sería inolvidable. Y al conocerse la noticia del fin del conflicto bélico, las calles fueron tomadas por la multitud.

Por mi parte, tenía muchos motivos para sentirme muy dichosa por el cese de aquella terrible sinrazón. Llegué a los Estados Unidos en 1939, tras la ocupación nazi de mi país, Austria, escapando de aquel infierno junto a dos de mis hermanas. La otra fue enviada a Oriente Medio. Jamás volví a ver a mis padres. Ambos murieron en el Holocausto.

Pero, frente a Times Square, sucedió un hecho tan excepcional como inesperado que marcó mi vida para siempre. De repente, alguien me tomaba muy fuerte por la cintura, envolvía mi cuerpo con firmeza en su abrazo y unía sus labios a los míos en un beso. Fue imposible evitarlo.

En cuanto pude, me liberé de sus brazos y le planté cara.


- ¿Cómo te atreves? -pregunté muy ofendida a aquel marinero tan desconsiderado.

- Perdóname, no he querido molestarte. Me he dejado llevar por la emoción y la euforia del momento.

Me explicó que me abrazó por ser una enfermera y estar muy agradecido con todas ellas. Le cuidaron con gran dedicación durante su convalecencia por heridas recibidas en combate. No se trató de algo romántico. Fue su forma de decir: «Gracias. El horror puso el punto final».

Tras el beso, nos separamos rápidamente. No nos presentamos ni mostramos ningún interés por intercambiar nuestros nombres. Jamás volvimos a vernos.

No tuve conocimiento de la existencia de esa fotografía que plasmó el preciso instante de lo sucedido aquel día ni de su enorme trascendencia hasta la década de los sesenta. La vi por casualidad en aquel libro titulado «El ojo de Eisenstaedt», del conocido fotógrafo Alfred Eisenstaedt.

Logró dar la vuelta al mundo y se convirtió en todo un símbolo. Reconocí mi figura, mi ropa y, especialmente, mi peinado. Era yo, sin ninguna duda. Por un segundo, creí estar de nuevo en medio de aquella locura y las lágrimas fluyeron solas.

Con los años, los medios de comunicación organizaron nuestro reencuentro. Se efectuaron nuevas fotos y recibimos un tratamiento estelar en todas las noticias, pero nosotros no logramos sentir lo mismo. Nada quedaba de aquella joven enfermera ni de aquel apasionado marinero. La blanca curvatura de mi espalda desapareció, así como el ímpetu de George.

Ya no flotaba en el aire el aliento de fuego de la guerra, de aquella devastadora barbarie que acabó con sesenta millones de personas. La mágica sensación provocada por la victoria se desvaneció con el tiempo. Tan solo éramos dos ancianos en Times Square, dos desconocidos a los que la historia quiso mantener unidos para siempre por un gesto de cariño.

Esta es la historia de un beso que se convirtió en eterno, aunque había nacido para el olvido.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)