"Impostores" de José Ramón Codina Villalón

11.11.2020


Al niño nos lo cambiaron en la puerta de la guardería. Entre una maraña de cabezas flotantes, brazos ansiosos y abuelos despistados. Esos malditos uniformes no ayudan en absoluto a diferenciarlos. Parecen todos iguales. Tan dubitativos y balbuceantes. Tan anhelantes de ser tomados en brazos, besados. Nos costó un tiempo darnos cuenta. Como los demás, tenía sus dos piernas, sus dos brazos, dos ojos y una boca. Mi esposa, siempre más atenta a los detalles, fue quien me advirtió del equívoco. «Paco. Este no es el nuestro ¿No le notas nada raro?», insistía. Yo, la verdad, sigo confundido. Aunque debo reconocer que sí notaba algo diferente. Esa lengua de trapo que él tenía ya no era tal. Este, al que llamaremos N2 para no confundirnos, hablaba por los codos. Si bien es cierto que lloraba menos, manejaba con destreza el imperativo. Un extenso vocabulario de demandas. "Dame, quiero, más¨, siempre con la exigencia de la inmediatez y el NO pegado a los labios. Tenía ese irritable timbre de voz y la fea costumbre de preguntar, una y otra vez, el porqué de las cosas. Aun así, apechugamos con mi despiste y decidimos cuidarlo unos años. Diez, para ser exactos. «Quién sabe si el nuestro habría sido peor. Más exigente, más tirano», nos repetíamos como consuelo.

Tiempo después volvieron a cambiárnoslo. Esta vez no fue un descuido mío. Lo juro. Él unilateralmente decidió no volver del instituto. Se parecía bastante a N2. Dos piernas, dos brazos, dos ojos y una boca. Pero no era él. En su lugar apareció un muchacho, N3, de voz impostada y bigote incipiente que, sin el mínimo decoro, arrasó con la nevera y las tarjetas de crédito. Hablaba en un idioma desconocido para nosotros. Y aunque, dios me libre, mi esposa y yo hicimos titánicos esfuerzos por entenderle, nos fue imposible. Apenas nos comunicábamos. Nada más allá de sonidos guturales y notas de dudosa ortografía pegadas en el frigorífico. Aunque nuestro hogar es minúsculo, se las arreglaba para no coincidir con nosotros. Transitaba por la casa en horarios absurdos, en una especie de entrenamiento insomne. Durante el día se encerraba durante horas en el aseo canturreando sus canciones.

Una tarde, no alcanzamos a saber por qué, vino muy enojado. Mascullaba blasfemias en su dialecto incompresible. Se encerró en su cuarto durante años. Sabíamos que seguía en casa por los restos de comida o por los murmullos incesantes de su habitación.

Un tiempo después, sin que nada trascendente ocurriera, un día cualquiera, se decidió a salir. Y salió, y volvió a salir. Apenas entraba. Supimos de la continuidad de su existencia porque el cubo de la ropa sucia seguía rebosante de sus prendas malolientes. Nos costó lo suyo, pero por fin, hemos conseguido echarlo. Mi esposa y yo disfrutamos de largas tardes de lectura.

Hasta hemos recuperado el gusto por viajar. En casa reina un silencio atronador. El domingo pasado, cuando nos disponíamos a degustar una magnífica paella, sonó el timbre de casa. «Soy yo», afirmó desde el otro lado de la puerta con seguridad. Se trataba de hombre de mediana edad, pasado en carnes y con el rostro devorado por el sueño. Venía acompañado de una atractiva mujer y cuatro niños. Amenaza con que a partir de ahora vendrá a comer todos los domingos. Insiste una y otra vez en que le llame hijo y a los niños, a los que obliga a darme besos, nietos. Le llamaremos N4 para no confundirnos.

Imagen: "Familia", obra de Alfredo Castañeda. Ciudad de México, 1930 / Madrid, 2010