"Hueso" de Emilce Mariel Acuña

22.10.2020

Han pasado muchos años, pero me acuerdo que apareció en el pueblo de un día para el otro, como esos perros que largan en la ruta y después caminan detrás de uno buscando dueño. Nunca supimos cómo se llamaba. Le decíamos Hueso, porque era tan flaco que se le adivinaba el esqueleto debajo de la piel. Nos asustaba su pobreza, por eso le tirábamos piedras cuando lo veíamos durmiendo en algún banco de la estación y lo echábamos a puteadas cuando se acercaba a ver el picadito que improvisábamos en el baldío de don Julio. Andaba por ahí, con un pantaloncito sucio y una camisa que le quedaba demasiado grande. Tenía los ojos negros y tan tristes, que daba culpa mirarlo de frente.

Hace poco hablé con mamá y me dijo a que no sabes quién murió, y claro, yo no me acordaba de Hueso. Era una de esas personas que nadie recuerda pero que nadie olvida de manera definitiva. Parece que una pulmonía se lo llevó, dijo mamá y yo volví a recordarlo durmiendo en cualquier lado, bajo el árbol de la plaza, en la puerta de la escuela o del club, hasta que una vez vino un cura que le daba de comer todos los días, lo entraba a su casa para que se bañara y, si hacía mucho frío, dejaba que se quedara a dormir. Me acuerdo que en esa época, fue monaguillo en las fiestas patronales. Para entonces, había aumentado unos cuantos kilos. Después de la misa, empezó la procesión por las calles del pueblo. Sonaron las campanas y hubo suelta de globos. Fue la única vez que vi sonreír a Hueso. Más tarde, corrió el rumor de que Hueso pasaba las noches en la casa del cura y alguien hizo la denuncia. Nunca se supo si había sido verdad lo que se comentó en esos días, pero las viejas estaban seguras de que le habían salvado la vida a esa criaturita, como ellas decían. No sé si realmente fue así, porque trasladaron al cura a otro pueblo, Hueso volvió a dormir en la calle y otra vez la piel empezó a pegársele a los huesos. Andaba por las casas pidiendo algo de comer o vendiendo frutas. Mamá le compraba duraznos, aunque sabía que Hueso los robaba de alguna casa. Otras veces le daba un paquete de galletitas o bolsas de maíz inflado. Me acuerdo que una vez, él estaba en la puerta esperando que saliera mamá. Ella gritó "ya voy" y metió en una bolsa un par de zapatillas que a mí ya no me quedaban. Le dije que no se las diera, que El Ruso me iba a cargar cuando lo viera con mis zapatillas, pero ella no me hizo caso. Me miró hecha una furia, metió la mano en el frasco donde guardaba los chupetines, agarró un puñado y los arrojó dentro de la bolsa donde estaban las zapatillas. Después, salió a la puerta. Cuando volvió a entrar, dijo pobrecito, como pensando en voz alta. Y "ustedes tienen tanta mierda". Dijo eso por lo de las zapatillas y porque mi hermano y yo a veces no queríamos comer la polenta con salsa que ella hacía, aunque le pusiera queso mantecoso y todo. Pero yo no le tenía lástima a Hueso. Al contrario, me daba bronca verlo así, tan abandonado, y en secreto le agradecía a Dios que ese destino le hubiera tocado a él, y no a mí, porque a alguien tenía que tocarle ¿no?

Esa vez que hablé con mamá por teléfono, me preguntó si me pasaba algo porque yo me quedé callado cuando me dijo que Hueso había muerto. Pero dije que no, que no pasaba nada y enseguida empecé a contarle que rendí bien el examen de ingreso a medicina, como si aún hoy, después de tantos años, tuviera miedo de que al recordarlo se me pegara su miseria.