"Ha sido un sueño" de Antonio Albalá Mata

20.09.2021

Sorteaba los cubos de basura, así como a los viandantes que se cruzaban en el camino. Debía avivar el paso para no ser alcanzado. Visionaba los huecos que el paisaje urbano ofrecía, esquivaba objetos, personas y algún que otro contratiempo. De vez en cuando miraba hacia atrás y aún no había logrado perderlo de vista.

Los zapatos apretaban mis pies y molestaban en la huida. Por mucho que aumentaba el ritmo era imposible perderlo de vista.

Zigzagueaba por calles sinuosas mientras mi mente tratada de avistar el recorrido para no quedarme atrapado, despistar a mi perseguidor era prioritario. Boca seca, cuello y pecho húmedos, respiración acelerada y la ansiedad disparada.

Un objeto golpeó la rodilla. Caí. Como un resorte me puse de nuevo en pie y continué corriendo; ahora, además de los pies, también me molestaba la rodilla. El suelo mojado por las últimas lluvias reflejaba en los charcos mi americana desabrochada y una silueta desgarbada y cansada. Me faltaba aire, pero había que perder de vista a mi perseguidor.

«¿Y si me enfrento a él? -me pregunté-, puedo esperar tras una esquina y cuando pase, me arrojo sobre él y le golpearé hasta dejarlo maltrecho. Al fin y al cabo, no he hecho nada y tampoco entiendo por qué huyo».

Tras pasar la cuarta avenida, conocía un pequeño callejón donde se amontonaban contenedores de basura. Era el sitio perfecto para preparar una emboscada.

Al llegar al lugar me parapeté tras una montaña de bolsas y suciedad, allí esperé a mi presa, empuñando una barra de hierro para golpear como si no hubiese un mañana y dejar noqueado a ese elemento.

El callejón tenía unos tres metros de anchura y, además de basura maloliente, se caracterizaba por los ladrillos rojizos que cubrían sus paredes.

Aún salían por los desagües de lluvia pequeños hilos de agua, todo estaba mojado.

Una puerta de servicio del restaurante chino de la calle La Bola no cesaba de moverse, pudiendo distinguir a la persona que constantemente salía con bolsas que arrojaba a los repletos contenedores. La puerta, algo desvencijada, tenía un ojo de buey casi opaco, como consecuencia de la grasa de las cocinas.

De pronto siento jadear a una persona que se acerca, mi corazón se aceleró y lo sentí casi en la garganta, «nada más gire hacia el callejón, golpearé con todas mis fuerzas la cabeza de ese hombre hasta partirle la crisma» -me dije autoconvenciéndome-.

Sopla un viento helado, mezclando el nauseabundo olor de la basura con la humedad del ambiente y los olores de las cocinas del restaurante. La barra de hierro está helada y mis manos también, cada vez escucho esa respiración alterada más cerca.

De repente observo que pasa de largo, continuando por la misma calle, sin girar hacia donde me encuentro. Reconozco un gran alivio, decido mantenerme en mi puesto, aunque ahora más tranquilo y menos alerta.

Los pies me duelen mucho, al mirarlos descalzos observo que los tengo ensangrentados. De la rodilla golpeada brota mucha sangre, no me percaté antes de la herida debido a la tensión acumulada.

Cuando ya cantaba victoria sentí varios golpes, ocasionados por unos fuertes y rápidos dedos de una mano. Aterrorizado me giré, la barra de hierro había desaparecido. Solo oí un fuerte sonido y una voz suave que decía con extrema calidez "¡levántate! te has quedado dormido".

La camiseta estaba manchada de sudor y la respiración acelerada, los pies me seguían doliendo, aunque ya no sangraban. La ropa de la cama me los retenía y por eso la velocidad durante el recorrido disminuía.

«¡Vaya carrera!» exclamé. Ahora continúo con las prisas para no llegar tarde a la oficina.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)