"Golpes en la puerta" de Rosalía Guerrero Jordán

11.09.2022

Llaman a la puerta, pero Sara no lo oye, absorta como está en sus dibujos. Con el lápiz, tan corto que apenas lo puede sujetar, traza el contorno. Después lo colorea, con las pinturas gastadas que va sacando de una vieja caja de cartón, usando el blanco para iluminar aquellos lugares en los que incide la luz. Su hermano mayor la mira por encima de su hombro, y al ver la imagen que ha plasmado, niega en silencio. Un gesto de tristeza pegajosa y rabia desgarrada endurece sus facciones. No le gusta lo que ocurre en la cabeza de su hermana, aborrece esos dibujos en los que florecen montones de cráneos brillantes y chimeneas humeantes. Negros fantasmas habitan en su pequeño corazón. Pero mientras sus manos delgadas sobrevuelan el papel, Sara no llora.

A Sara le gusta leer, y algunos de los libros que la sacan de este infierno renacen después en las páginas de su cuaderno, atravesando los lápices hasta escapar por sus dedos. A veces son trazos indescifrables, en ocasiones bocetos en los que se adivina su última lectura. Y en días como hoy, ilustraciones de sorprendente nitidez. Es su forma de escapar de sus tristezas y de la inevitabilidad del pasado. También de la desesperanza ante el futuro.

Vuelven a llamar a la puerta, y esta vez el eco de los golpes la alcanza mientras su hermano baja los peldaños de dos en dos.

Una lágrima furtiva se ha escapado y ha caído en una esquina del papel. Sara la seca con cuidado para evitar que todo se emborrone, como se emborronó su vida el día que vinieron a por papá. Ella jugaba en la calle cuando los vio llegar. De una patada abrieron la puerta de casa y lo sacaron a rastras. La miró como se miran las personas que se quieren en las despedidas, y ella supo que esa era la última vez que vería sus ojos negros, que nunca más le contaría historias antiguas ni le haría cosquillas en los pies.

Poco después se enteraron de que había muerto. No pudo soportar las torturas y la desolación de sentirse despojado de su humanidad. Ese día también murió la sonrisa de su madre, y nació la rabia en el corazón de su hermano.

A veces tiene pesadillas en las que camina entre los escombros de lo que un día fue su hogar. Ve los cuerpos de su familia y sus vecinos esparcidos entre los cascotes. Los matan por ser diferentes, por rezarle a otro dios, por haber nacido en el lugar equivocado.

Los golpes en la puerta vuelven a sonar, ahora acompañados de disparos y gritos. Esta vez Sara los oye, nítidos y secos, y se asoma a la escalera. Varios hombres uniformados, casi todos muy jóvenes, apenas unos niños, entran y apresan a su hermano justo cuando éste intenta saltar por la ventana. Él la mira, con la misma tristeza que su padre, y Sara tiene la certeza de que ya no volverá.

Sara recuerda el último libro que ha leído, en el que un niño que se pone un pijama de rayas para ayudar a un amigo a buscar a su padre. Y al mirar el enorme muro de cemento que se levanta al este, Sara piensa que vive dentro de una gran cámara de gas, que mata lenta e inexorablemente.

Una inmensa cámara mortal que ocupa hasta el último rincón de la franja de Gaza.

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Imagen: Obra de la pintora Rosa Salinero (Vitoria / Ciudad Real)