"Golero" de Verónica Bolaños Herazo

12.09.2022

Cuando murió mi tía Gertrudis, como no podían dejarme sola en la casa me llevaron al cementerio. Desde ese día soñaba con visitar las bóvedas ardientes y polvorientas del camposanto de mi pueblo. He ido muchas veces. Un día convidé a una amiga.

Ella no se negó, noté en su rostro un aire de sorpresa.

La mañana siguiente nos vestimos de luto y agarramos los paraguas negros, el sol no daba tregua. Cuando llegamos, encontramos en la entrada a la vendedora de flores y al sepulturero que dormía en una hamaca raída y roncaba.

Como siempre, me llamó la atención el colorido de las bóvedas, las fotografías de los difuntos impresas en una baldosa de mármol, los callejones estrechos, los cráneos que rodaban como bolas de billar y el silencio.

Compré flores lilas y amarillas para mis muertos recientes. Les puse a mis tías el ramo en una botella de plástico y también les llevé dos botellitas de agua, dicen que los muertos siempre están sedientos.

Después del placentero recorrido por cada una de las criptas, regresábamos, por las escalinatas quebradas. Mi amiga gritó fuerte, después yo, aunque no sabía por qué. Me imaginé que lo más grave que nos podía ocurrir en ese lugar es que nos espantara un muerto.

Encima de nuestras cabezas sentimos un aleteo pesado y fúnebre, que marcaba su territorio. El golero se posó encima de una bóveda azul. Nos controlaba con la mirada.

Nuestros pies no respondían. Mi amiga se mojó las piernas y las sandalias de orín, después yo.

El pajarraco tenía en el pico un trozo de tela, de color verde, y algunos cabellos. Lo mirábamos absortas, de reojo. Vimos cómo le temblaban las garras y el vientre, mientras vomitaba...

Ahora, estoy sentada en el mecedor recordando esas patas arrugadas, y por las noches me acecha la imagen del golero con el pico ensangrentado...

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Imagen: Obra de la pintora Rosa Salinero (Vitoria / Ciudad Real)