"Fuego purificador" de Olga Luján Rodríguez

11.09.2020

Desde que nos trasladamos a la capital, la vida de mi gemela y yo era como la de una planta abriéndose camino entre las grietas de un volcán extinto. Alargando sus raíces en busca de un pedazo de tierra, exponiendo las hojas al sol y rogando porque unas gotas de lluvia regaran sus hojas. Pero a veces, desde el fondo de la montaña se escuchan rugidos amenazantes. Nunca sabes si llegará a crecer un árbol o por el contrario, el fuego regresará para terminar su obra.

Así fue, como un crujido en forma de carta perturbó la calma dominante de nuestros días. En el remite, escrito a fuego el nombre de nuestro pueblo natal. Dentro, un sobre cerrado procedente de una ciudad rusa imposible de pronunciar y una nota. El alcalde nos apremiaba para regresar, pues al parecer, decenas de cartas se amontonaban en el cajón de su despacho.

Desde el fallecimiento de madre, mi hermana y yo no habíamos vuelto. El último recuerdo de nuestra casa fue la imagen de unas ruinas chamuscadas sobre las que colgaba desvencijado un cartel de «SE VENDE».

Miré y remiré el sobre cerrado. Por detrás, tan solo una dirección en cirílico como tantas otras veces sucedió en esa ignominiosa infancia que nos tocó vivir.

Ninguna de las dos éramos capaces de abrirla. De nuevo, la presencia de una madre con talante dictatorial y modales posesivos, sobrevolaba nuestros miedos. El día que esa mujer marchó a los infiernos, el yugo que nos oprimía se rompió sin más. Entonces decidimos irnos para no volver jamás. Sin embargo las cartas seguían llegando.

Durante el tiempo que convivimos con ella, todos los meses el cartero le entregaba una y apresurado se marchaba, seguramente porque tenía miedo de ser devorado como Saturno hiciera con su hijo. Ella, igual que siempre, la arrojaba sin leer a la chimenea y la quemaba.

Durante horas valoramos si regresar para recoger el resto o leer la que por primera vez llegaba a nuestras manos, pero ambas opciones cruzaban por enfrentarnos a un triste pasado de clausura. Aún estando juntas y tan lejos, carecíamos de fuerzas para ello. Allí no dejamos a nadie a quien echar de menos y peor, nadie nos añoraba tampoco. Nunca tuvimos relación con persona alguna. Solo ella. Siempre ella.

El umbral de nuestra casa tan solo fue cruzado por el sacerdote y una maestra. Nuestra educación discurrió por un ambiente con aroma a naftalina, sentadas en una mesa camilla de faldillas oscuras situada junto a una ventana donde los visillos no se descorrían jamás. Al lado, un retrato de padre con su pelo ralo y un gran bigote redondeado en las puntas. Le pintaron montado a caballo y con una imponente fusta en las manos que simulaba agitar. Bajo el cuadro, madre sentada bordaba y vigilaba con inquietante mirada a los responsables de nuestro aprendizaje. Leer, escribir correctamente y un poco de números fueron todas nuestras enseñanzas, la biblia y las vidas ejemplares de los santos todo el bagaje cultural recibido. Quizá fueron estos últimos quienes nos dieron la llave de la liberación soñada. Si ella en algún momento lo hubiera sospechado, hubiera sido capaz de quemarnos los ojos.

Con el sobre misterioso en la mesa del salón, mi hermana y yo nos miramos, nos abrazamos y entonces, en los ojos de la otra vimos reflejado nuestro gran secreto. No tuvimos dudas. Prendimos con una cerilla la carta y la arrojamos a la papelera metálica donde años atrás hicimos lo mismo con las biografías divinas. La imagen que el fuego nos ofrecía era demasiado dura para continuar frente a ella. De nuevo, huimos de allí.

La calle, territorio prohibido en aquella maltrecha juventud ahora era nuestro refugio. Llovía. Quizá el agua pudiera hacernos crecer como la planta del volcán, mientras ahogaba nuestro secreto. Aunque ni el diluvio universal terminaría con la figura de una madre tropezando y cayendo en la chimenea encendida. Con su mirada horrorizada, al ver que sus idénticas hijas no movían un solo dedo por ayudarla. Al contrario, las dos permanecimos impasibles ante la escena. Como a ella le gustaba decir; "el fuego purificador te liberará de los pecados".