"Francamente, queridos: me importa un bledo", de Raúl Castañón del Río

24.05.2019

El veterano juez Butler masculló entre dientes y luego resopló contra la toga que vestía -aunque ya por poco tiempo-. La demanda, si bien no exenta de glamour ajeno al demandante, le pareció absurda y aderezada con un desmedido afán de protagonismo. En sus muchos años de judicatura, Butler las había visto de colores para todos los gustos; desde el blanco y negro maniqueo de juventud, hasta las combinaciones más chillonas y pintureras que imaginarse pudiera uno. Pero esta vez las ganas de hacerse notar del demandante rayaban ya el surrealismo; y no precisamente el cinematográfico, como enseguida se verá.

Rufus T. Hughes, de Austin, Texas, acaudalado industrial del sector petrolero con fama de diletante excéntrico, había presentado en los juzgados del condado una demanda contra Samuel Howard Ray, un pobre hombre a todos los efectos, electricista de profesión, que pasaba por allí, por la propiedad privada de Hughes, adonde ingresó contraviniendo una muy peculiar ley local. Era la ley relativa a la prohibición de poseer tenazas -¡te-na-zas!-, tenazas que Ray portaba y que se le incautaron en el momento de su identificación. Según declaró en su testimonio, la intromisión se produjo por error y sin conocimiento, durante una revisión rutinaria del tendido eléctrico circundante. Ahora Hughes reclama a Ray -o subsidiariamente a la compañía empleadora de este- una indemnización de 17.619 $, la resultante de sumar los años de producción de sus tres películas favoritas y multiplicarlos por tres; ahí es nada. Los títulos de las películas en cuestión son, por orden cronológico, Ciudadano Kane (1941), Gigante (1956) y King Kong (1976). Ray por su parte, además de declararse totalmente ignorante en cuanto al cine anterior a la década de los 90, también dijo desconocer en el momento de los hechos la antedicha prohibición de tenencia de tenazas.

El juez Butler era reputado cinéfilo, además de conocido por su filosofía cotidiana y aguda socarronería -tan proverbiales en él como el absurdo en ciertas leyes estatales-, y a fe que no defraudó al respecto. Cumplió con las expectativas cuando hubo de emitir sentencia, pocos días antes de su jubilación. Con gesto impasible y un más que probable deleite interior, dictaminó lo siguiente: <<Por el poder que se me otorga y oídas las partes en litigio, y tenidos en cuenta los antecedentes y fundamentos de derecho, así como consideraciones de buen gusto general y particular, resuelvo que:

Primero: No existen hechos probados que sostengan la acusación, ni constan tampoco daños a terceros de ningún tipo.

Segundo: Este tribunal admite la alegación del abogado defensor en cuanto que, por su bien acreditado oficio de electricista, Samuel Howard Ray tenía licencia para llevar tenazas consigo, circunstancia eximente de los cargos que se le imputan.

Tercero: De cargarse en su debe algún delito, este en todo caso sería el más venial de no haber visto el acusado -o cualquier otro aleatorio ciudadano- "Ciudadano Kane", "Gigante" y no tanto "King Kong", algo fallida e insustancial para mi gusto, añadiendo por cuenta propia y por mantener una terna como referencia Lo que el viento se llevó, mucho más notable e influyente a mi juicio.

Así pues, ajustándome a derecho y también por razones de logística y contra toda lógica cinéfila, debo declarar impune -aunque no absuelto en mi fuero interno, por su confeso y voluntario soslayo del cine clásico- al señor Samuel Howard Ray, quien tampoco puede ser calificado de delincuente pese a ese hecho irrefutable de no estar versado ni interesado en el séptimo arte. De poder aplicarse aquí otra legalidad más instructiva, sin duda lo condenaría a la grata pena de asistir en días sucesivos a una proyección didáctica de los filmes citados, siendo recomendable por su metraje el visionado de "Lo que el viento se llevó" en compañía del demandante, señor Hughes, a fin de disponer así de más tiempo para cultivar la concordia entre ambos. Y si finalmente congeniasen bien las partes -todo un logro, por otro lado, considerando sus evidentes disparidades y disparates-, bien podrían asistir juntos y en armonía a la proyección de otro clásico: el "King Kong" original (RKO, 1933), una auténtica monada.