"Fiesta para mis ojos" de Juan Martín-Mora Haba

27.10.2020

Aquí, en lo alto, el viento tiene mucha prisa. ¡Corre hasta empujar las velas!, me parece oír. Y las aspas giran, moviendo el engranaje: la linterna que engrana con la rueda catalina.

Estoy en un monte conocido como Cerro Calderico, de leves acantilados y laderas cubiertas de florecillas silvestres. Diviso los tejados de la Consabura romana o confluencia del río Sabo. Sobresale el edificio religioso que alberga la imagen de Santa María de la Blanca, la Patrona. Quienes viven en esas casas y los que llegamos de fuera, acertamos a decir, que el núcleo de población recibió el nombre de Consuegra, tal como la conocemos ahora.

He subido a la torre del homenaje del apuesto, esbelto y majestuoso Castillo de la Muela, erguido desde los tiempos de Almansur, sensibilizándome con el paisaje llano, extenso, inmenso y multicolor, de viñedos y olivares, junto a atractivos surcos, delimitadores de propiedades, dando a la tierra la apariencia de estar bien peinada, conquistando mi mirada, que se solaza al verla.

Noto los impulsos amorosos del Rey Alfonso VI por la princesa sevillana Zaida, en el momento de la promesa de matrimonio, pronunciada en sus desposorios, y las sensaciones después de la unión de ambos, mediante las formalidades de aquel tiempo, recibiendo de su suegro, sin guerra, la fortaleza. Muestro atención a lo que las piedras me puedan decir, dentro de los robustos muros.

Vibro con la sucesión de avatares, dando en suerte cambios de propiedad. Noto el correr de la sangre del último hijo varón de don Rodrigo, El Cid Campeador, en la gran Batalla de Consuegra, percibiendo su último aliento, imaginándome las lágrimas de las mujeres enviudadas y los hijos huérfanos, junto al triste retornar de la fortaleza a los vencedores.

Sentado en el trono de la sala capitular repaso la historia, llegando al momento de la entrega a la Orden de San Juan de Jerusalén, quienes tuvieron a bien hacer del término su priorato de La Mancha.

Tiempo pasado contemplo, en el que diez molinos de viento tuvieron envidia del elevado castillo, instalándose aquí, donde se puede alargar la mirada, contemplando el horizonte sin ninguna alterabilidad, hasta donde la tierra y el cielo matrimonian, en buena armonía con la fortaleza. Pacífica convivencia, ahora que descansan de su cometido en el pasado: castillo y molinos.

Creo oír el crujir de maderos, girando las cuatro aspas. Gira el eje principal, moviendo la troncocónica volandera sobre la solera, donde el trigo se rinde, para ser pan.

Oigo cantos de mujeres, que están haciendo dulces tradicionales, esperando los días del mazapán, que manejan con destreza, aportando bonanza a la economía familiar guardando en la faltriquera.

Observo desigualdad en número, en el Consistorio, siendo siete ellas, de los diecisiete ediles correspondientes, administradores de los vecinos.

Aquí en las alturas me acompañan varias damas bien afinadas en su cometido, junto a un hombre empeñado en narrar la historia de la fortaleza y quienes estuvieron, vivieron y murieron en ella. Es un mundo de mujeres, llenas de sueños por cumplir, dispuestas a hacerlo bien.

Bajo al llano, las calles están limpias; no sé adónde ir. Me hablan de un grupo de danza popular, llevando el aromático nombre de la rosa del azafrán. Por otro lado hay un grupo de teatro local, mientras se encuentra reunido el taller de lectura, llenándome de esa glorificación desprendida por el cultivo cultural de la gente, en su tesón por hacer algo. Y mi pensamiento me lleva a proclamar esa igualdad de ellas, frente a ellos, en igualdad de escenarios.

Dime mujer consaburense, ¿cuál es tu destino? Abandona el encierro encubierto de esa metafórica llanura de las doncellas. Sube a lo alto y, desde allí, proclama a pleno pulmón y sin miedo, que eres igual o superior, pero nunca inferior. No te creas otra impostura. Deja de tener la mirada a ras de suelo. Levanta la cabeza, mira a tu altura; incluso al cielo. Busca hasta encontrar tu felicidad en libertad. Y así descubre que eres de este mundo, admitiéndolo sin temor, pereza o sometimiento a imposiciones ancestrales de mala concepción y asentamiento, en una costumbre pendiente de erradicar, confiando en que es finita. Vienen tiempos nuevos.

El Pensador