"Esa flor lila que vivía sobre su tumba" de Franco Galliussi

13.10.2021

En las afueras de la ciudad hay una pequeña colina, donde hace algunos años, en su cúspide, nació un árbol. Lo veo todas las mañanas cuando tomo la ruta del sur, que es el camino más rápido para llegar a las oficinas donde trabajo. Un día de verano, al regresar a mi casa, mi motocicleta se averió en cercanías de ese lugar. Por un momento, mientras intentaba solucionar el problema mecánico, me quedé mirando al árbol. Me llamaba la atención que esté ahí, en lo alto y tan solo. Como no pude reparar la motocicleta, di aviso al servicio de auxilios mecánicos, y decidí esperar a la grúa debajo de la sombra de aquel árbol, que se encontraba a unos cien metros. Cuando llegué me di cuenta de que era un árbol de toronjas. Me tiré en el pasto y permanecí en silencio por algunos minutos. Observé a sus hojas moverse a causa de un leve viento y a sus frutos chocarse entre sí; y por algún motivo, pensé que el árbol me estaba invitado a probarlo. Por eso tomé una toronja y la mordí: era extremadamente amarga; como mi vida en los últimos meses.

Cuando era un niño, de quizás unos doce años, mi papá me contó una historia muy triste; y quizás haya sido sólo una casualidad, pero la recordé en el preciso momento en que tragué el primer bocado de la toronja. Era sobre un comerciante italiano que vivió a fines de la edad media en el sur de España, y que para vengar a su esposa, que había sido violada, asesinó al hijo de un Rey, en el mercado de una aldea amurallada. A ese hombre lo condenaron a morir de una manera atroz: lo enterraron vivo en la cima de una montaña, para que su tumba pudiera ser vista aún por fuera de límites de las murallas. Contaba la historia que sobre esa tumba creció un árbol, que en invierno daba una rara fruta de color gris, y que luego los pobladores se dieron cuenta de que quienes la comían enfermaban y padecían durante cinco días de pesadillas. En ellas los hombres vivían, en primera persona, los sufrimientos de los últimos días del italiano. La historia finalizaba cuando desenterraron el árbol, y descubrieron que sus raíces nacían del corazón del mercader muerto, que dentro de la coraza de huesos, todavía latía.

Mi padre murió la pasada primavera en un accidente de tránsito. Un conductor ebrio lo arrolló cuando cruzaba la calle. No pude despedirme de él y eso ha hecho que el dolor del duelo no desaparezca.

Al día siguiente de comer la toronja, sentí un impulso casi irresistible de visitar a mi padre en el cementerio. Fui caminando porque mi motocicleta continuaba rota, tenía una falla en el carburador, según me dijeron. Cuando llegué le dije cuánto le extrañaba y le conté que había recordado aquella historia que él me contó hace unos veinte años atrás. Luego, en el silencio de aquella tarde, noté que sobre la lápida se asomaba una flor, que había nacido en la base de la parte posterior de la tumba. Sus pétalos eran de color lila, y sus estambres y pistilos parecían observarme. Sentí otra vez ese estímulo que tuve con la toronja, como que si la planta me invitaba a tomarla. Con cuidado la arranqué y la llevé a mi casa.

En un florero sobre una mesita de luz, en el lateral de mi cama, la flor de pétalos lilas se convirtió en mi compañera. Esa noche y las siguientes, algo increíble ocurrió: soñé con mi padre. Pude decirle cuánto lo amaba, cuánto lo extrañaba, y abrazarlo hasta sentir dolor en mis brazos. Eran sueños sumamente tangibles que nada tenían que envidiarle a la realidad misma; pero al llegar la quinta noche, dejaron de existir. Seguí esperando a que regresaran, pero fue inútil, y mientras tanto, mi flor comenzaba a marchitarse.

El octavo día decidí amar por siempre al árbol de toronjas y a la flor lila, y por eso hoy están juntos en la cima de la colina. Los visito cada tanto y ellos, nunca más estarán solos.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)