"En los caminos del sol naciente", de Carlos Ariel Albornoz

04.04.2019

El joven Akira abandonó la posada desplazándose con movimientos lentos, casi felinos, lo que evidenciaba su carácter suspicaz y cauto. La luna se le antojó más redonda que de costumbre. Contemplándola, ajustó su moño recién perfumado y se dirigió a las caballerizas.

Luego de acomodarse en la montura, humedeció con saliva ambos lóbulos de sus orejas y partió al galope. Después de media hora cabalgando, ya podía oír el sonido del agua mezclándose con el acompasado trote de su caballo.

Los arbustos dibujaban sombras fantasmagóricas en las márgenes del río. Respiró hondo, acarició en la oscuridad la empuñadura de sendas katanas y comenzó a cruzar el puente con paso decidido. Entrecerró los ojos recordando a sus muertos...

¡El fuego devorador del castillo aún le quemaba las retinas! Sin familia, sin amigos, sin daimyō, se había transformado en un rōnin, un samurai sin señor a quien servir; vergüenza para la sociedad feudal. Sólo quedaban dos caminos: llevar a cabo el harakiri -suicidio ritual- para guardar su honor o convertirse en una sombra apenas y vivir escondido en el bosque, siempre al acecho.

En el otro extremo del puente una figura negra y lánguida lo sobresaltó, impulsándole a abrir bien los ojos en estado de máxima alerta. Una fuerza, extraña para él, lo impulsaba hacia aquella silueta de largas vestiduras. Cuando se detuvo frente al desconocido, logró distinguir claramente el rostro luminoso y los ojos penetrantes que lo observaban inmutables. Akira, el guerrero probado en batalla que no temía a la muerte, esa noche dejó también de temerle a la vida.

Con el correr del tiempo, alguien comentó en la taberna que Akira había muerto antes del alba dando lugar a un nuevo nacimiento, pero nadie lo tomó en serio. Para ser veraces, esa noche el samurai tuvo la gracia de encontrarse en el viejo puente con un misionero jesuita que -continuando los pasos de San Francisco Javier- le mostró una tercera opción, un nuevo Camino...

Desde hace años, Pablo Akira mantiene una tradición familiar. Se reúne un día de Cuaresma con toda la familia, su esposa prepara tempura para el almuerzo y él narra en detalle a sus nietos los emotivos recuerdos de aquella lejana noche de desolación y consolación, en la que comenzó a gestarse como hombre nuevo.