"En el edén" de Víctor Mancilla Campos

20.10.2021

A la tía Paty [La Pantera]

Uno y dos, dos y tres, tres y... vuelta, vuelta, vuelta. Los objetos giran y giran a gran velocidad. De ellos sólo percibo su color tránsfuga y esas risitas que armonizan con el piano de Liszt. Uno y dos, dos y tres y... vuelta, vuelta y vuelta hasta que me mareo y feliz ruedo por la alfombra. Los objetos pisan algún pedal para detenerse y de a poco volver a ser los que son:

Un sillón, la mesa ratona, el retrato de la tía y ese cuadro en la pared: toda esa luz jugando con los colores, erigiéndole las formas, marcándonos el ritmo. Este azul abismal, el naranja y el vivo marrón, el verde holgado y los bailarines ejecutando su danza circular en el edén. Los objetos al fin vuelven a quedarse quietos. Les sonrío y les pregunto dónde andaban. Tambaleándose aún, solamente los escucho reír de sus diabluras.

Reímos.

Demasiada delicadeza, pensaban algunos; tanta que conmigo ya no sabían qué hacer, se quejaban otros. No soy como esperaban. Tener expectativas propias, anhelos, que te nazcan unos propios y sean distintos a los que depositaron en tí, es casi una traición. Eso decían. Pero no se siente así. Yo más bien disfruto este aire ligero y el piano de fondo que va mejor con esta forma de mirar los objetos al reconciliarse con el mundo.

Ni más ni menos que mi mundo.

Soy como soy.

Me gusta mi cabello largo, ahora suelto en la alfombra, aunque no todos lo aprueben. Cuando lo tenía corto parecía gustarles más. Pero varios se adaptaron al cambio: empezando por la tía. Llevo mi ombliguera de la Pantera Rosa, el short de terciopelo y mis calcetines de corazones que me hacen recordar la infancia. No sólo es ropa. Es esa parte de mí que se expresa con un estampado, una tela en particular y unos colores que poco saben de discreción.

Desde que daba vueltas en casa de la abuela, ya me regañaban: te vas a caer. Y sí. Me caí. Pero no podía evitar el deseo de sentir ese mareo, su vértigo, ese pedirle al mundo que girara a mi alrededor por un momento. Me caí y me rompí la clavícula. Luego de volver del hospital, la tía me pegó un Kótex en la frente e hizo que bajara a cenar con toda la familia. Son para la cara, me dijo antes. Te va a quedar bien bonita, prometió al limpiarme las lágrimas y luego pegármelo: Ya verás. Y sí vi. Ella, la tía, allá arriba carcajeándose y todos, abajo en la cena, pegando de gritos. Yo no entendía qué pasaba, pero igual me reía. En aquel entonces la risa era sinónimo de alegría y simplemente me dejaba contagiar.

Pero no todo fue romperse un hueso. También estaba el vértigo, girando como un trompo a todo lo que da, más abajo del ombligo. Qué rico meter una mano entre mis piernas y hacerme bolita mientras el mundo me cautivaba con su inercia.

Tampoco eso les parecía bien.

Pero igual lo hacía a escondidas.

Como probarme las faldas de la tía para experimentar esa libertad al no tener una gruesa costura entre las piernas que entorpeciera movimientos más amplios, más flexibles y, por qué no, más íntimos. Una parte de mí trasluciéndose en esa motricidad secreta, recóndita, al dar vueltas y más vueltas.
Luego dejé de reír, pero la tía no tardó en solucionarlo: cuando me dijeron sarcásticamente lo bien que me vería con zapatillas, mallas y tutú; cuando insistieron en que debía elegir otra cosa, fue la tía quien mostrándoles la palma de la mano les puso un alto. Ella, su tiempo y su dinero que se ganaba trabajando de cajera, me permitieron elegir lo que quisiera elegir.

Un azul abismal, el naranja y el vivo marrón, el verde holgado, agarrados de las manos y bailando en círculos, vuelven a mí cuando olvido que las cosas son lo que son, si se están quietas, y distintas cuando se ponen en movimiento.

Y heme aquí dando vueltas.

El piano allá poniéndose en marcha con el pas couru.

Y la tía riendo en el edén.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)