"Elecciones" de Juan Pablo Goñi Capurro

05.09.2022

Afuera los prejuicios y arriba con el escote. Cuatro minutos. Duración exacta de la satisfacción que le provocó a nuestra compañera su acto de valentía. Cuatro minutos, los que demoró en divisar al primer hombre con la cabeza inclinada, la vista concentrada en su torso escotado, en un intento de eludir, mediante la perspectiva oblicua, el trozo de tela al borde de su pezón. Rubor, temblor en las piernas, espanto. La vi hacer un urgente análisis de situación: Carolina, en la mesa de fiambres, acaparaba los pinchos de langostinos, de espaldas a la desdicha de su amiga; el saquito de hilo que podría protegerla había quedado sobre la silla, a quince metros de distancia.

La indecisión la mantuvo erguida sobre los tacos, a medio camino de todo, en el centro mismo del espacio libre que más tarde utilizaríamos como pista de baile. Resolvió acercarse a Carolina. Se frenó; seguro calculó que debería inclinarse para recoger un plato y cargar allí los fiambres. La tela se despegaría de sus círculos rozados, la dejaría más expuesta aún ante jóvenes y mayores que no se separaban del jamón, de la tabla de quesos o de los "brochettes" de panceta.

Una irreverente gota se deslizó por su frente. La detuvo antes que se fundiera con el rímel, con un dedo ágil de extremos rosados. Las luces blancas brillaban en su máxima potencia; por ello, al igual que todas nosotras, había descartado la opción del saquito, incongruente con la temperatura interior. Apuntó los ojos a las cerámicas terracotas que pisaba y regresó al sitio que les habían destinado; orgullosa, reprimió el deseo de cubrirse los pechos con los brazos. Al sentarse, noté su alivio; celebraba el detalle que habían criticado con Carolina al ingresar. Las habían ubicado en una mesa del fondo, contra el esquinero, lejos de la acción principal.

Dejé de ocuparme de ella cuando mi visión fue interceptada por un hombre de vientre amplio y corbata francesa. Acomodé mis breteles, que no precisaban ese ajuste. Por detrás de la pelada del señor, vi pasar a Carolina con una abundante provisión de entradas; aposté que las compartiría con su vergonzosa amiga Elena, la carga superaba la dosis de calorías que ingería en una semana. Ruidoso, el señor que obstaculizaba mi visión corrió la silla para sentarse, un trozo de jamón colgaba de su mentón. Sin caballerosidad alguna, se dedicó a destruir la torre de alimentos depositada en el plato, como un ejército dispuesto a eliminar a un enemigo de la patria. Oí el toque del wasap.

«Error», publicó Elena en nuestro grupo de la escuela, desde su mesa oculta. ¿Error? Error era el mío, un error gigante que iba más allá de una noche, de una teta al aire. Dejé el celular junto a la servilleta, no podía contestarle. Bebí un trago de vino fresco. Busqué otros objetivos para entretenerme, en tanto mi esposo continuaba masticando de prisa, controlando de reojo la mesa de fiambres; el tenedor en alto sostenía el próximo bocado, mientras la torre iba camino a su desintegración.

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Imagen: Fotografía de José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)