"El yugo de una fotografía" de Victoria Trigo Bello

16.10.2021

- A mi padre -

Cuando mi padre estaba de buen humor, nos contaba a mi madre y a mí que si le tocaba la lotería, se iba a hinchar una noche de comer garbanzos para, al día siguiente, entrar al despacho del apoderado y, sin mediar palabra, subirse a su mesa, bajarse el pantalón y soltar allí mismo una cagada que bajara chorreando por las patas. Mi madre se quedaba callada, con triste seriedad de monedero con más calderilla que monedas grandes. En cambio yo, a mis once años y aburrida de las ecuaciones y los Diagramas de Venn, me moría de risa. Mi padre se sumaba a mi carcajada visualizando la cara que pondría aquel ogro situado a pocos centímetros de su culo y la vergüenza que supondría para la entidad ser conocida a partir de entonces como el Banco de la Mierda. Un hecho así, con la gracia de mi padre para trasladarlo a los medios de comunicación, lo convertiría en alguien famoso y ganaría mucho más dinero que el de aquella nómina estable que servía tanto para pagar las letras como de cheque en blanco para los abusos de aquel energúmeno.

Pero el premio de lotería no llegaba y el dictadorzuelo ganaba terreno minando la autoestima de su presa y redoblando impertinencias con encargos fuera de lo laboral. Sáqueme entradas para el cine. ¿Que cuántas...? Pues dos, que ya podría suponer que una es para mi mujer y la otra para mí. ¿Que para qué sesión...? Pues para las seis de la tarde, que parece usted tonto. ¿Quiere que trasnoche y venga hecho polvo a la oficina? ¡Ah, y pídalas centradas, que la semana pasada cogimos tortícolis! ¡Caramba cómo se nota que no entiende usted del séptimo arte!

La fiera había llegado ese día con muchas ganas de morder. Los zarpazos que mi padre soportó ya a primera hora en ese despacho sacrosanto en presencia de un cliente importante -tranquilo, don Matías, que este zoquete no gestiona sus asuntos-, le hicieron salir de allí dispuesto a abandonar el trabajo. Al peón más prescindible nunca le escucharía una Dirección únicamente atenta a cifras y resultados. Los compañeros, testigos a veces de las broncas injustificadas con que mi padre era abochornado en público por ese mal nacido, eran avestruces sin ojos ni oídos, bocas selladas por el sindicato vertical, la indiferencia y el temor a complicarse la vida. El poderío del monstruo se crecía frente a la indefensión de quien no contaba con otro recurso que aspirar a que una sobredosis de fortuna y de legumbre le permitiera plantar sus reales sobre el bastión de una mesa de caoba y allí, triunfador en cuclillas y con las posaderas al aire, aliviarse el cuerpo y torcer el pulso al destino.
Mi padre regresó a su escritorio -el rostro enrojecido de ira, el cigarro nervioso en su mano, la derrota clavada en su dignidad- y se dispuso a recoger sus cosas. No aguantaba más. El bocadillo del almuerzo, el tabaco, unos caramelos para fumador, una caja de pastillas Juanola, el bolígrafo que le regaló mi madre cuando eran novios...

Al ponerse la americana, antes de colocar en el bolsillo interior la cartera, miró mi fotografía, que asomaba como un interrogante. Si mi padre no se hubiera quedado atrapado en esos ojos brillantes y almendrados como los suyos, se habría marchado con paso rápido, con la furia necesaria para escaparse de un cabronazo. ¡Ay, cuánto veneno en el equipo aliado!

Un teléfono negro sonó sobre un mármol de mortuorio. Llamada interna. Aquel cuchillo lo sacó de su silencio. Con la crispación ablandada en mis mofletes mi padre, desarmado, devolvió la americana al respaldo, se sentó y aplastó la colilla en el cenicero. Un berrido aguardaba en el auricular. ¡Cuánto tarda usted a contestar!

Que pasara a buscar un café al bar de al lado. ¿Pues cómo va a ser...? Pues solo, como siempre. Y tráigame también un paquete de rubio... ¡Ah, y que apunten en mi cuenta un Cohiba para el director! ¿Se ha enterado de todo?

Y mi padre se enteró tanto y tan bien, que jamás volvió a hablar de loterías y garbanzos.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)