"El viaje" de Andrés Ortiz Tafur

28.07.2022

Una camioneta para ir al mar, con piezas de fruta y verdura dispuestas en cajas apiladas a un lado de la trasera, un colchón, un hornillo, dos o tres garrafas de agua, alguna clase de arcón de madera o contrachapado -quizá sean dos, uno para comida y otro para ropa y mantas, atornillados al suelo-, y una chica que a ratos reposa sus pies descalzos sobre el salpicadero o los saca fuera, a través de la ventanilla.

La chica sonríe con facilidad, de un modo que resuelve en imposible pensar en otro momento, porque no parece que al fin descanse o se sienta a salvo o le toque disfrutar; lo que parece es un cuento inventado para que un personaje -ya adulto- inicie su marcha sin atisbo de otro tiempo y que puede ser interpretado como un fallo por el lector, pues no existen personajes de ese tipo, libres de demencia.

La chica, además de sonreír, dice cosas que carecen de gran importancia: a veces, por ejemplo, pronuncia el nombre de los rótulos que conducen a direcciones que solo así aparecen en el relato, o el nombre de cadenas de surtidores de gasolina y de cafés en los que la historia no se detiene; otras veces pregunta o anuncia cosas que tampoco tienen importancia y que, sobre todo, no vienen al caso. Dice, por ejemplo, que ha leído que Goffin Bay, una población costera australiana, se erige en el lugar preferido para el avistamiento de tiburones blancos y, de seguido, pregunta a su interlocutor si él pagaría por adentrarse en las profundidades del océano, en el interior de un jaulón; dice que en Nepal los cadáveres humanos son troceados y lanzados a los buitres, desde algún pedregal, y le pregunta si conoce otro rito funerario más respetuoso con el medio ambiente; dice versos sueltos de distintas canciones, hasta que al fin se decide por alguna y la canta entera o desde la mitad; y dice que vuelve a tener ganas de hacer pis, cuando apenas llevan quince minutos de trayecto, para transformar su sonrisa en una carcajada que no se entendería fuera de esta camioneta.

A los quince minutos el mar se sitúa más cerca. Pero lo cierto es que el mar, por el momento, se comporta como la línea en el horizonte que él mismo construye en la orilla para nuestros ojos. Podría no ser el mar. Podría ser un bosque de coníferas o un páramo leonés o una altiplanicie inundada de cambrones florecidos. De hecho, la chica ahora recuerda otro viaje en el que atravesó un mundo entero repleto de cambrones florecidos. Y en ese instante la sonrisa se le borra e, instintivamente, devuelve los pies a las alfombrillas de la camioneta y se lleva las manos a la cara, en un gesto de asombro, como para despertar.

- Me gustaría volver a ese mundo. Hacerlo contigo. ¿Es posible?

El chico que conduce no sabe de qué mundo le está hablando. Jamás ha visto cambrones. No obstante, se aventura a responder que cree que sí. Después le pide que le explique cómo se produjo ese viaje, sin variar la dirección, dando por supuesto que primero han de llegar al mar.

- Antes tómate tu tiempo y piensa si de veras te gustaría recorrerlo conmigo.

No es una pregunta sencilla. Se conocieron anoche, en un bar del centro, ya muy tarde y, aunque desde entonces no se han separado un solo minuto, apenas han hablado. Ella dice que su hermana tuvo durante un curso a un niño con problemas para caminar y que el resto de niños acabaron moviéndose a gatas por el aula, luego aclara que su hermana se dedica a la educación infantil y que se llama Eva; y, un poco al hilo de esto, dice que el paso del tiempo sostiene toda la culpa, toda, toda, toda la culpa -enfatiza- refiriéndose a la inocencia primaria de esos chicos, que decidieron irse todos al suelo para acoger al otro. Y al fin vuelve a repetir que se orina, para recuperar la sonrisa que se le borró recordando. Todo así: sin profundidad, o con toda la profundidad que usamos con las personas que aún no tienen nombre.

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Imagen: Obra de la pintora Edurne Gorrotxategi (Getxo, Bizkaia)