"El vendedor de ilusiones" de Mercedes González Rivera

08.11.2020

Se balanceaba con ese movimiento de las mujeres cuando mecen a sus bebés, los brazos delante del pecho, los ojos vacíos de miradas, las manos llenas de ilusiones. Su madre lo dejaba todas las mañanas en la esquina de la farmacia, después se alejaba despacio, pensativa, sin volver la vista atrás, y él se quedaba allí, de pie, en medio de toda la gente que pasaba sin mirarlo y sin apenas reparar en su monótono reclamo. Y pasaban las horas. Las series se desgranaban lentamente en sus manos, los números desaparecían empujados por sus terminaciones y, paradójicamente, cuantos menos le quedaban, más jaleaba su letanía.

Se acercaba la hora de comer y con ella volvía su madre. Lo cogía por el brazo y los dos se encaminaban hacia un pequeño café que, ironías del destino, se llamaba "Buenavista". Se sentaban uno frente al otro y empezaba el recuento de las monedas. Parecía que el día había sido bueno porque él no paraba de reírse y de golpear suavemente la mesa con las palmas de sus manos; a veces, en medio del recuento, su madre detenía ese movimiento como si le molestara su actitud pero, pasados unos minutos, él volvía a empezar con la misma tenacidad con la que se balanceaba cuando estaba de pie. La mujer empujaba todas las monedas hasta el borde de la mesa y las dejaba caer en un pañuelo que, con mucho cuidado, llevaba hasta el mostrador donde el camarero, ya familiarizado con esa transacción, se las cambiaba por billetes que la vieja con mucho cuidado contaba antes de sentarse a la mesa. Y así, sin hablarse, agarrados fuertemente, salían del local, solo acompañados por el ruido de los golpes del bastón que, a derecha e izquierda, él dirigía para despejar de imaginarios obstáculos el camino de vuelta a casa.

Dicen que, desde hace muchos años, los veían haciendo este pequeño rito bancario. Pero, un día, de repente, no volvieron.

Dicen que, por fin, les había tocado a ellos. Dicen que una mañana se presentaron en el café, igual que antes; tomaron lo de siempre y ella, en el mostrador, pagó con un billete de 100 euros y pidió que le dieran el cambio todo en monedas que deslizó, con mucho cuidado, hasta su pañuelo, lo guardó en su bolsito y salieron sin despedirse, ella con una sonrisa en los labios, él con los ojos vacíos de miradas y las manos llenas de ilusiones.

Imagen: "La verbena". Maruja Mallo.1927. Museo Reina Sofía, Madrid