"El sliencio que hace temblar" de Adelina Gimeno Isabel Navarro

05.09.2021

Con la mala suerte que me acompañaba en la excursión, caí irremediablemente en la charca. Mis amigos se habían despistado y no me escuchaban. Mis amagos de grito se ahogaban en mi garganta, ni un hilo de voz salía, aquel silencio tenebroso me hacía temblar, y aún no había hecho nada más que empezar la odisea del miedo.

Escuchaba el silbido del viento entre los árboles, decidí parar, no escuchaba a nadie, el miedo paralizaba mis articulaciones, además de hacer que mi cuerpo tiritase exageradamente.

Ahora les oía, estaban a unos cincuenta metros de mí, quise gritar, pero no podía, me era imposible articular palabra por lo que decidí cruzar el tramo del bosque copioso, extremadamente en matorrales.

Me ayudé con el bordón para apartar la espesa enredadera que cubría el espacio entre los dos pinos centenarios que encontré.

El momento era silencio, nunca había experimentado aquel mutismo de la existencia, pero seguía escuchando la susurrada conversación de mis compañeros.

Muy despacio les llamé, casi sin pronunciar sus nombres, imitando en aquel instante al ambiente que me rodeaba.

No me contestaron, por lo que seguí en mi intento de cruzar el tramo que me quedaba para llegar hasta ellos.


- Jaime, ese es él, me dije, al escuchar cómo llamaba a Irene, la única mujer que nos acompañaba y la primera que escuchó el misterioso silencio que nos alertaba que algo ocurría en el bosque.

Volví a tener mala suerte, solo el crujir de la rama seca que pisé me hizo ver que me había arañado la pierna.

Tenía que salir de allí, aquello ya no era normal, a nada de ellos y tan separados sin poder juntos afrontar el sigilo que tambaleaba nuestros principios.

Valientes, no lo éramos mucho, aquellas otras noches de campamento habíamos campeado el miedo cantando, mientras Irene literalmente echaba leña al fuego contando historias de ídem.

Más de una vez se nos pusieron de corbata pero, como dice el refrán, el cantar tu mal espanta y liberábamos adrenalina.

Mis pensamientos me hicieron olvidar que mis amigos estaban cerca y ahora ya no los escuchaba. Otra vez el horrible silencio que me hacía frenar en mi intento de avanzar.

Cuando me armé de valentía y crucé entre los dos árboles...

- Te pido por favor que no me hagas daño. Dije, casi sin mediar palabra.

Notaba como su uña se clavaba en mi espalda, esperando de un momento a otro que la garra o lo que fuese que me había agarrado me destrozase.

Decidí gritar, ahora era necesario que escuchasen, no me podían dejar allí, y los oía alejarse.

- Pido clemencia -decían mis palabras, mientras el silencio iba envolviendo la noche. Los matorrales seguían allí, no los atravesé; quien me había cogido, me estaba destrozando la espalda con sus uñas... Pero qué era aquello que me estaba quitando el aliento por culpa de mi ansiedad.

- Voy a morir -pensé sin más, y clavé mis rodillas en el suelo. Lo que fuese aquello no me soltaba, supliqué y recé.

Mientras, la noche silenciosa iba acabándose y amanecía igual que había anochecido en silencio.

La humedad se caló en mis huesos y ahora temblaba, pero de frío; mis ojos, de no parpadear, se secaron y me dolían. Lo mismo ocurrió con mi garganta; ahora ya, aunque quisiera, no podía hablar.

Entonces escuché a mis amigos ¿reían? Sí, sus voces sonaban joviales y me llamaban por mi nombre...
Bromeaban: ¿Shaggy, qué haces ahí? -decían-. Yo seguía sin hablar, temblando igual que en el minuto uno.

Viendo a Irene delante de mí, que me cogía de la camisa y retiraba una rama enganchada del cuello.
Todos reían pensando que había pasado allí la noche creyendo que algo o alguien me había atrapado.

El silencio se volvió a apoderar de la escena, ya no había risa, y un alarido detrás de Pedro degollaba su cuello.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)