"El séptimo mandamiento", de María Ángeles Ortega Cuesta

23.03.2019

Se vio reflejada en el espejo. Eran sencillamente perfectos. Elegantes y elásticos, unos tacones que podría llevar una y otra vez, durante mucho tiempo. Además parecían resistentes. ¿Cuánto tiempo llevaba sin comprarse unos zapatos? Años, quizás. La mayoría de los que tenía se estaban cayendo a trozos y los tacones que se ponía cada día para ir a trabajar tenían ya cinco años de caminatas diarias bajo sus suelas. Cada uno se había roto al menos dos veces, pero siempre habían podido hacerles un apaño. Claro que si no se compraba unos nuevos era por esto. Miró resignada el precio. Tenía que elegir entre los zapatos o la comida de la semana. La elección estaba clara.

Sin embargo, pensó, estos zapatos podrían venirle muy bien. Eran vistosos y resonaban agradablemente a cada paso que daba. Se imaginaba entrando por la mañana a su oficinucha, anunciando su presencia con el elegante ruido de los tacones recién estrenados. A lo mejor por una vez alguno de sus compañeros se daba cuenta de que estaba allí y por una vez la saludaban. Quién sabe, puede que incluso su jefa la oyera entrar y se fijara en sus zapatos. Era una mujer que valoraba el buen gusto, desde luego. Quizás lograba impresionarla y por fin se aprendía su nombre. Así, a lo mejor, dejaba de tratarla de "¡Eh, tú!".Y se imaginaba llegando a su piso después de un largo día, abriendo la puerta y entrando con sus nuevos zapatos. "¡Ya estoy en casa!" diría, sonriéndole a su marido. Posiblemente se quedaría impresionado, los zapatos le estilizaban mucho las piernas. Y a lo mejor por primera vez en años le decía que estaba guapa.Pero ¿a quién pretendía engañar? Si su marido la veía con esos zapatos, lo primero que haría sería ladrarle que de dónde los había sacado. Porque era verdad que no podía permitírselos. Y sin embargo, cada vez estaba un poco más segura de que supondrían un cambio en su patético día a día.Miró un momento por encima de hombro al anciano zapatero, que ahora mismo atendía a una clienta con una sonrisa afable, y la culpabilidad le revolvió el estómago. Respiró hondo, guardó las raídas deportivas que había traído puestas en la bolsa donde llevaba el papeleo de la oficina y salió a la calle caminando sobre sus tacones nuevos, sintiendo, no la maravillosa confianza que se había imaginado dentro de la tienda, sino unas horribles náuseas. Sería pobre y desgraciada, pero hasta ese día al menos había sido honrada.