"El salto de la novia" de Mireia Giménez Higón

08.08.2021

- María, no hace falta hacerlo si no queréis-. Francisco, que bien conocía el lugar que pretendían, intentaba persuadir a la mujer de su vida de realizar semejante tradición. Ella era forastera, venida de tierras castellanas e hija de comerciantes que habían arribado, apenas años antes, a aquel pueblo de cítricos, huertas y olor a azahar.

- No os preocupéis, mi querido Francisco. No es más que un salto que muchas veces se ha realizado y tanta dicha ha traído a otros enamorados.

- No sabéis de lo que habláis. Aquellos cuya dicha los ha acompañado en vida no es más que suerte, no hay destino, ni gloria, ni amor en aquello que se os pide.

- ¿Vuestros padres lo hicieron?

- Sí -dijo Francisco sin mirar los ojos de a quien amaba.

- ¿Han tenido dicha y son felices?

- Sí.

- No pasa nada, lo haré. Demostraré al mundo entero que yo soy vuestra, y vos sois mío-. María cogió con dulzura las manos de Francisco entre las suyas, obligó a que su mirada se encontrara con la propia y su sonrisa iluminara por fin el oscuro destino que su amado se obcecaba por vaticinar. -Al anochecer, como manda la tradición, nos encontraremos de nuevo donde las aguas cobran el color del ocaso y, allí, nuestro destino será por fin sellado-. María acercó sus labios a los de Francisco, quien los recibió no sin temor. Aquella tradición le resultaba tan obsoleta como peligrosa, jamás creyó en ella, más aún cuando al oscurecer, sería su enamorada y no otra quien la suerte debería correr.

Ambos enamorados se separaron al fin, no deberían verse hasta caer el día, momento en el que acudirían al lugar establecido. Las gentes del pueblo acudirían también, los ritos, las flores, los tambores, invitados a una ceremonia que ya debería desaparecer.

Se encontraba pues, Francisco, en el lugar que le correspondía. En lo alto del abismo que daba al caudaloso río que abastecía a un pueblo repleto de superstición y melancolías. Allí, justo a sus pies, un afluente se convertía en un salto de fe y agua. Cerró sus ojos, respiró hondo y escuchó en el silencio los pasos y cantos de quienes a María acompañarían en su periplo. Cuando al fin tuvo el valor de volver a mirar hacia el camino que la comitiva andaba, vio a María con ropas oscuras arreglo a los ritos que se preparaban. Estaba realmente hermosa, las flores en su pelo y adornos en su cuerpo la convertían en una deidad tan divina como inalcanzable. De pronto, los tambores cesaron, el silencio cobró vida. El momento había llegado y el corazón de Francisco advertía la desdicha.

María regresó a la piedra marcada, descalzó sus pies y retirado el velo, dejando ambas prendas en correcta posición como anteriormente le habían enseñado. Observó la luna, quien en su máximo esplendor los observaba. Miró a Francisco, serena y decidida advirtió en él una adulterada sonrisa que bien conocía dado el temor infundado que su enamorado mantenía. Mintió al decirle que no temía nada, mas jamás lo sabría, aquel era su papel y debía mostrar la fuerza que le imperaba. Inspiró a conciencia y, a la señal de quien debía, corrió tan rápido como diestra. El salto se acercaba, el vacío apremiaba. Cogió impulso con un pie para con el otro alzar el vuelo, mas el destino estaba dado y el pie del impulso quedó atrapado. Calló la joven por la cascada a un río que el agua portaba brava.

Francisco, que vio como su amada caía, no dudó un momento y saltó por su vida. Las familias y vecinos no daban crédito a tal desgracia. Corrieron tras ellos, pero el embravecido rio no perdonaba. Sus cuerpos desaparecieron bajo el azul del agua y fue entonces que aquel pueblo comprendió que el amor de los amantes no se mide por una prueba de valor.

Lloraron sus muertes, mas en las noches en las que la luna es plena, se escuchan lamentos, las aguas del salto se tornan saladas convertidas en el llanto de un joven enamorado y el río se transforma en un manto blanco y puro como los que portan las novias.

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Imagen: Autor, CIRO MARRA