"El plato" de Raimundo Martín Benedicto

23.09.2020

En muy pocos minutos tengo que decidir si dejo a mi mujer. En realidad, podría no hacerlo porque muy probablemente ella decidirá por mí. En cualquier caso, todo depende del destino de este vulgar plato blanco que estoy a punto de enjuagar en el fregadero de nuestro bar. Si lo aclaro y coloco en el escurreplatos, lo habitual, todo seguirá como hasta ahora. Si, por el contrario, lo dejo tal como está, sucio y enjabonado, o lo estampo con rabia contra el suelo o la pared, me temo que habrá algún cambio en nuestras vidas.

Es curioso comprobar cómo la simplicidad e infinita redondez de este plato resume mi papel en los últimos veintitrés años. Es un objeto plano, con un fin muy básico y sin ningún tipo de arista. Muy equilibrado y de resistencia probada, ocupa poco sitio y se almacena sin dificultad.

Tiene un volumen contenido y una discreción en las formas que lo hacen adecuado para todo tipo de eventos, ágapes o recepciones. Cumple con su fin sin estridencias ni vacuas aspiraciones, puesto que hace tiempo que se resignó a la indiferencia de los comensales.

Hoy es un día extraño que abril le ha tomado prestado al invierno. Un viento intermitente ha traído unas gotas de estraperlo, lluvia robada e incoherente que mantiene a la gente en sus casas, muy lejos de nuestro local. La máquina tragaperras taladra mis oídos machaconamente y el aroma a restos de café me satura la nariz.

Parece que el plato tiene un resto de comida, así que lo volveré a enjabonar y frotar con este estropajo, lo que me dará algún minuto más para sopesar mi situación. Esto no me viene mal, tampoco es cuestión de precipitarme. No quiero echar por la borda media vida, así que me recrearé en algunos buenos momentos. Al fin y al cabo, no pueden ocuparme mucho tiempo: una boda arreglada entre familias, un hijo que reniega de mí y un negocio abierto con el dinero de una indemnización por despido son magro argumento para la ensoñación.

"¿No ves que no te están quedando bien los platos?", oigo a mis espaldas. Es mi mujer, mi compañera, mi lucero, quien, distraída por su obsesión por opinar sobre todos mis actos, no puede apreciar el verdadero valor del plato que sostienen mis manos. Lo sujeto con mucha fuerza, como si tuviera garras, con mis nudillos lívidos de tanto apretar.

Noto cómo el agua caliente me acaricia los dedos, pero su temperatura ni se acerca a la de mis entrañas. Es imposible que el plato se me escurra y caiga accidentalmente al suelo, pero no descarto en absoluto que acabe estrellado contra esa maldita máquina tragaperras.

Hace años que este calor que ahora siento no significa sino rabia. Ojalá fuera amor, pero llevo lustros sin que anule mi razón esa pasión iniciática de dos amantes inexpertos que ardían con solo imaginarse. Ese fulgor que hoy significa hartazgo fue un día pura pasión licuada; la luz y los dedos rasgando sábanas húmedas se han tornado oscuridad y paseos solitarios ávidos de silencio.

"Me miras y no me ves", me recrimina. "No puedo verte", me gustaría contestarle. Me lo impiden estas lágrimas heladas que, de pura transparencia, tú nunca apreciarás. Los ojos ya no son el espejo de mi alma, sino un agujero cuya profundidad ni siquiera podrías imaginar.

Es abril y hace un frío imposible. Nuestra vida es ya sólo teatro y este plato una pieza insignificante de la tramoya que tú manejas a tu antojo. Si supieras con qué ganas lo destrozaría... Pero hace frío, mucho frío, y sólo encuentro calor en el agua que me arruga las manos.