"El peso de la conciencia", de Isidro Moreno Carrascosa

20.05.2019

Una pequeña multitud aguardaba en la tranquila plazoleta que, aunque desconocidos entre sí, pronto descubrirían que su causa era la misma. También desconocían a la persona que les había convocado, y que ésta, les observaba desde uno de los balcones de un quinto piso.

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Su tendencia enfermiza al hurto, su pasión fetichista por los libros y su afán por la lectura hicieron que, aquella funcionaria tuviese que dedicar, en exclusiva, una de las estancias de su vivienda para albergar los volúmenes que sustraía del almacén de paquetería en la oficina del Servicio Nacional de Postas donde trabajaba.

Orgullosa contemplaba su vasta y heterogénea colección de libros y todo ello sin levantar sospechas ante las profusas reclamaciones. Ella, casualmente, era la encargada de recibir y gestionar los requerimientos, reclamaciones e incidencias.

Pasado un tiempo, su sala habilitada para biblioteca apenas podía abrirse por los muchos tomos que abandonaron su estante y se agolpaban, desordenados y despanzurrados, junto a la puerta.

En toda la casa se oían voces lejanas recitando decenas de textos procedentes de la clandestina biblioteca o, quizás, de su conciencia culpable. Así, Hamlet declamaba un dubitativo monólogo sobre su existencia; Sancho, el escudero, daba consejos a su señor; se oían los suspiros de amor de Anna Karenina por el oficial Vronski en la fría Rusia; en la granja de Mr. Jones, los cerdos arengaban a otros animales para una rebelión...

Era peor cuando, para olvidar o aplacar su conciencia, ingería ciertas sustancias, pues entonces Hamlet podría declarar su amor al oficial Vronski, o bien Anna Karenina aconsejaba a don Alonso Quijano o Aureliano Buendía arengaba a Sancho, o quién sabe qué otras voces interiores martilleaban los sesos de la funcionaria.

Deseando acabar con esa situación antes de que la situación acabase con su cordura, decidió devolver los libros robados.

Resultaría fácil recuperar los nombres de los estafados porque conservaba el registro de los paquetes que nunca llegaron a su destino, pero lo que no controlaba era el contenido de los mismos, es decir, desconocía cuáles y cuántos libros correspondían a cada destinatario. Aun así, consideró que sería preferible repartirlos, al azar, entre los titulares engañados.

Pasados unos días tras el envío masivo de los volúmenes, comenzaron a llegar nuevas quejas de los destinatarios, pues indicaban que desconocían procedencia, motivo o que aquel no era el libro que un día desapareció.

Tan numerosas fueron las consultas y reclamaciones, que se vio obligada a realizar horas extras y clandestinas para evitar más sospechas en el trabajo.

Además de las mil disculpas, ofreció una pequeña recompensa por el error, y decidió convocar a los afectados en una recoleta plaza de la ciudad, casualmente la misma plazoleta que se divisaba desde el balcón de su vivienda.

A pesar de haber vaciado la habitación destinada a biblioteca, comprobó desesperada que las voces aún recitaban machaconamente decenas de textos literarios, confusos la mayoría, recriminantes a menudo y quizá conocedores de su conducta, pero que le atormentaban su cerebro hasta límites rayanos a la locura.

Llegado el día previsto de la cita con los destinatarios, asomada al balcón observaba a una inusual multitud que la esperaba. Anotó en su diario lo que las persistentes voces interiores le dictaban.

Fiel al dictado, se arrojó al vacío desde el balcón.

El gentío de la plazoleta se vio alarmado por la caída del cuerpo de una joven desde uno de los balcones. La policía hizo desalojar el lugar.

Días más tarde, un periódico local publicaba la historia y suicidio de la extraña ladrona de libros.

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A la sombra de unos cipreses, en el cementerio de aquella ciudad hay un humilde nicho que siempre está acompañado de libros en su repisa y que, a menudo, ocultan las tres siglas del nombre de una mujer conocida por muy pocos, pero convertida en célebre personaje popular por su trágica historia.

Dicen que todos los días acuden visitantes a dejar, tomar o cambiar novelas o poesías para seguir con la tradición que iniciaron unos vecinos afectados por el hurto de unos libros.

En la actualidad, el humilde nicho es visitado por turistas y lectores de lejanos lugares, incluso de exóticos países a juzgar por los extraños idiomas de los ejemplares depositados.