"El perro asesino" de Juan Pablo Goñi Capurro

05.09.2022

Escondiendo mi vergüenza, me sumé a la cola de visitantes.

Tenía a mano una justificación para mi morbo: al pagar la entrada colaborábamos con un comedor barrial. Poco convincente, seguro que sí; podía pagarla y no ingresar si mi intención fuera colaborar. Pero allí estaba, a pasos de la sala donde exhibían al perro asesino, el can que había acabado con la vida del legendario comisario Beltrán. Un espectáculo poco edificante y con escasa producción; apenas un afiche casero impreso en una hoja A4 anunciaba el lugar de la exposición. Antes de alcanzar el turno de ingreso, advertí que los que pasaban, no volvían al pasillo, ¿acaso éramos alimento para la bestia? Los organizadores garantizaban la seguridad, pero ¿quién se confiaba? A punto de dejar la fila y regresar a casa, entendí que existía una obvia explicación; se salía por otra puerta. Una vez que estuve ante el asesino, comprendí el por qué de esa decisión.

Reconozco que no tenía idea del tipo de Cancerbero que enfrentaría -¿un dóberman, un rottweiler, una cruza de razas míticas?-, pero jamás esperé un caniche. El animalito, con sus miles de rulitos blancos, se hallaba sobre una mesa, sujeto por una cadena que no le permitía ir más allá. Pensé que el caniche sería el alimento del perro asesino; en vano lo busqué por la habitación -vacía, blanca, era imposible esconder una mosca-.

Pasados unos veinte segundos, de un parlante que colgaba del techo emergió la historia, narrada con una voz grave y pausada.

La historia de Titi, el perro asesino.

Según el narrador, el comisario Beltrán dejó la puerta de su casa abierta, mientras hablaba con un subalterno por el móvil.

Aprovechando el descuido, Titi escapó a la temible vereda, que, como se sabe, está plagada de peligros para los caniches.

Aurora, la esposa del comisario, tras descubrir la ausencia, lo conminó a organizar un operativo de búsqueda de la mascota. La narración no explicitaba el volumen o el tono de dicha orden, pero deduzco que superó los decibeles permitidos a un recital de rock. Beltrán lo encontró a pocos pasos, aterrado ante la presencia de un pequeño gato gris. Lo alzó y lo introdujo en la casa. Caminando sobre los patines, llegó a la cómoda. Bajó al animal mientras dejaba sobre el mueble el móvil y la pistola. Al instante, se dio cuenta del error cometido, las huellas barrosas de Titi se marcaban con claridad en el piso reluciente. Capturó al caniche y lo depositó sobre la cómoda. Se agachó un poco para limpiar, con otro de los patines dispuestos para trasladarse en la sala. Ese fue el momento en que Titi, curioso, con la patita pulsó el gatillo de la pistola; el arma se disparó, y la bala se insertó en la nuca del comisario. Un terrible accidente, que acabó destrozando una familia.

Acabado el relato, una vez que superé la sensación inicial de sentirme estafado -o bien castigado por morboso-, permanecí ante Titi. La azafata me indicó la puerta de salida; me apuraba, no estaba tan sonriente como al ingresar. Me permití unos segundos más, hasta que por fin logré que Titi me mirara. Saludé a la chica y salí por un pasillo que acababa en la cuadra del fondo. Me encontré con una decena de visitantes defraudados. Hombres y mujeres insultaban a la organización, sin atreverse a pedir la devolución de su entrada; al fin y al cabo, habían aportado para una causa solidaria. Sin sumarme a los comentarios, me alejé calle abajo; caminé preguntándome cómo podría adquirir el caniche una vez aplacada la curiosidad del público. ¿Accidente?, ja, ja; tras ver sus ojos, no podía seguir creyendo la versión oficial. Titi había premeditado su crimen, era un perro maligno. Y con muy buena puntería, la necesaria para hacerse cargo de mi socio, cuya esposa lleva un año pidiéndole un caniche para no verse fuera de onda en el club.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)