"El peleador" de Darío Jaramillo

11.11.2020

Fue un golpe certero el que me sacudió sin previo aviso. Mi madre conectó de lleno aquel coscorrón.

- Ahora sí te voy a dar razones para llorar -amenazó y me dio el segundo ahí mero en el patio del 13 de Bartolomé, donde doña Silvia, la de los cilindros, estaba colgando su ropa.

Apreté los dientes y sentí el impacto de su palma sobre mi cabeza, el ardor del cuero cabelludo y el latir de la sangre en la sien. La rabia me consumió, quería gritar pero no podía. Aguanté las lágrimas lo más que pude, pero no lo conseguí.

- A la siguiente que regreses sin tus cosas, te doy con el cable sentenció y se metió a la casa.

Me limpié con el dorso los mocos que para este punto ya se habían mezclado con las lágrimas, miré al suelo y la seguí adentro, arrastrando los pies como si pesaran tres toneladas.

Esa noche dormí poco, en parte era el hambre y en parte el coraje. Al día siguiente, atravesé el patio de la escuela y ahí, parado en el centro, estaba El Duvalín, quise ignorarlo y seguir mi camino hacia mi salón, pero su grito llamó mi atención.

- Ese Lincooon, eliiiiincoooonpletoooo - las risas de sus compinches y de los otros niños que estaban alrededor explotaron.

- ¡Lincon! ¡Lincoon! - comenzaron a corear.

Detuve mi marcha y caminé al centro del patio. No quería hacerlo pero sabía que era lo que me tocaba. Me paré frente a él y le dije en el tono más calmado que encontré, aunque la voz me temblaba.

- Regrésame mis colores.

- ¿Y si no quiero, qué? ¡pinche manco! -unas gotas de su saliva cayeron sobre mi mejilla.

El calor me subió por las piernas a la panza y de ahí a la cabeza, no sé en qué momento sucedió, pero apreté el puño y lo hundí con todas mis fuerzas en sus tripas. El aire escapó de su boca con fuerza y, tras una exclamación general de parte de sus amigos, sólo hubo silencio por unos segundos.

Después, el caos.

El Duvalín recuperó el aliento y se abalanzó sobre mi, sus compinches hicieron un círculo alrededor de nosotros, usando sus cuerpos de barrera mientras gritaban -¡hay tiro! ¡solos, solos, es derecho, no se metan!

Los otros niños que estaban en el patio se arremolinaron para ver de cerca, de la multitud salieron gritos, empujones, chiflidos.

Caímos al suelo y entonces el problema ya no eran los colores, en lo más primitivo de mi ser estaba el deseo de supervivencia. Podía escuchar su respiración agitada y los gruñidos del esfuerzo por ganar la posición dominante. El miedo de que mi jefa me volviera a madrear con el cable y la impotencia mezclada con adrenalina hicieron el resto.

A pesar de que me superaba en peso y estatura, yo era más ágil y terminé por encima de él, puse mi antebrazo derecho sobre su cogote y con la mano buena lo golpeé en la nariz, la sangre brotó con violencia y me ensució la camisa. Mis sentidos estaban al máximo y el olor a hierro invadió mis fosas nasales, incitándome a lastimarlo, así que le pegué con más fuerza mientras escuchaba el gorgoreo de su garganta presionada por mi antebrazo.

Mi puño izquierdo resbaló una, dos, tres veces sobre aquella mezcla de sangre, saliva y moco, me corté uno de los nudillos con sus dientes, pude haber seguido golpeándolo pero, a lo lejos, casi como un murmullo escuché -¡Ya estuvo, ya estuvo, ahí viene el profe!

Me paré, sacudí mis pantalones, puse la mano sobre mis rodilla y le dije al oído -Manco tu chingada madre, quiero mis colores antes de la salida.

Al final del día, regresé a la vecindad con una suspensión de dos días, raspones en las rodillas, mis colores y el respeto de los alumnos de la Primaria Estado de Zacatecas en la bolsa.

A pesar de que han pasado más de 30 años, todavía recuerdo ese día como si fuera ayer; jamás me volví a pelear a golpes, pero nunca he dejado de luchar.

Imagen: "Niños peleándose por castañas", de Francisco de Goya y Lucientes. Fragmento. (Colección particular)