"El pan de la reconciliación" de Deyanira Sanguino Mateus

08.11.2020

Cuando caía la noche y mi madre se veía forzada a caminar por la calle con mi hermano y conmigo de la mano, siempre me decía que lo hacía con el corazón lleno de angustia. Decía que era difícil vivir en un pueblo dominado por "los godos" donde sabían que ella tenía un marido liberal de pura cepa y una familia de liberales consumados. A mi madre no le gustaba la política y asumo que a mi hermano tampoco. Ella decía que la manera más fácil que tenían los unos de acabar con los otros era defendiendo un color del que ni ellos mismos conocían su significado; los godos el azul, los liberales el rojo y así se dejaban huérfanos a muchos.

Mi madre se ganaba la vida horneando pan. Era una artista que trabajaba la harina de una manera tan exquisita que en mis ochenta años no he podido encontrar en ninguna panadería el aroma, el sabor o la textura de los deliciosos panes que horneaba.

La gente la quería, a pesar de mi padre, un ser huraño que andaba pregonando su discurso liberal, sin miedo, frente a todo aquel que quisiera encenderle la chispa del color escarlata.

Una mala noche, cuando mi padre regresaba de su trabajo en el único taller del pueblo, le salió al paso el candidato a la alcaldía por el partido conservador, quien le reclamó por lo costoso del servicio y el maldito ruido que le había dejado a su carro. Estaba acompañado por el hijo mayor, un muchacho de veinte años que lanzaba insultos a viva voz:

- Papá, le dije mil veces que no dejara el carro en el taller de este liberal tramposo.

Mi padre y el candidato se enfrentaron a golpes hasta que llegó la policía y amenazó con llevárselos presos. Con los rostros ensangrentados prometieron terminar otro día lo empezado esa noche y siguieron su camino de mala gana. Diez minutos más tarde el vehículo del candidato rodaba por un abismo, sin darle tiempo de terminar lo empezado esa noche pues fue llamado inmediatamente a rendir cuentas al creador. La noticia del accidente voló mucho más veloz que el vehículo del difunto y todo el pueblo le achacó a mi padre la muerte del querido candidato, aunque existían varios testigos de la fatal imprudencia. Mi madre sufrió muchísimo esos días porque mientras el marido estaba preso, el dinero escaseaba y los clientes del pan no querían tener tratos con la mujer del arrogante liberal que, en vez de arreglar, había desarreglado un carro para provocar la muerte de su querido candidato.

Una tarde, dos meses después del accidente, la viuda le hizo a mi madre un pedido de pan para el siguiente día. Ella recibió el pedido encantada pensando que ya era hora de que reconocieran la responsabilidad del muerto en el accidente y volvieran todos a comprarnos pan. Se levantó con el canto del primer gallo, amasó y horneó el pan mientras desde la cama yo disfrutaba su delicioso aroma; empacó el pedido adicionando una cantidad generosa, como acto de reconciliación. Después me levantó, me tomó de la mano y salimos con mi hermano a entregar el pedido. Cuando la viuda abrió la puerta fijó en nosotros su mirada profunda y sombría, haciéndome estremecer. Mi madre le ofreció el pan con una sonrisa radiante en el mismo instante en que apareció por detrás de la viuda la figura del hijo mayor que, sin darle tiempo de borrar la dulce sonrisa que adornaba su rostro, le descargó tres balazos mientras le gritaba:

- Saludes a mi papá. Esto cóbreselo al maldito liberal de su marido.

Ella se derrumbó sobre un mullido colchón de pan, teñido del color escarlata que tanto defendía mi padre. Yo, que con diez años, no lograba entender muchas cosas, me tiré a su lado llorando y me abracé a su cuerpo; entonces sentí a mi hermanito revolcándose en el vientre de mi madre, en una muda protesta, enfrentándose a la muerte antes de nacer, por un partido en el que nunca pudo jugar.

Imagen: @Caminos de hierro