"El octavo granadero" de Eduardo Fernán-López Malatesta

30.10.2020

El Buenos Aires de la década de 1880 era un hervidero social, político y económico. Aunque también sonaba a guerra, a revolución y a campaña de exterminio patagónico. Nada de todo eso evitó que el 28 de mayo, en mitad de un día húmedo y cargado de una garúa fina como alfileres, se produjera un hecho que los plumillas de los diarios locales calificaron de histórico. El Villarino, un vapor con aparejo de bergantín goleta, casco de hierro y con ocho imponentes velas, remontaba en su viaje inaugural el río de la Plata.

Una anécdota sin más, en una ciudad acostumbrada a ellas, de no ser porque en su interior se encontraban los restos del padre de la Patria. Después de más de un mes de navegación desde la vieja Europa, y tras haber hecho escala en medio continente americano, José de San Martín volvía a casa. La capital rioplatense bullía de júbilo, y ese día hasta los más escépticos daban gracias a la virgen de Luján por haber ayudado en ese logro.

―Al fin vuelve el padre de la Patria a su hogar ―dijo el expresidente Sarmiento en la dársena del muelle de las Catalinas, donde una falúa había arrastrado el féretro desde el Villarino a tierra firme.

Horas más tarde, tras el recibimiento brindado por el populacho en la plaza que ya llevaba su nombre, el cortejo se internó en la vieja ciudad. Mientras el homenaje se dilataba, entre aplausos fervorosos y discursos falsamente improvisados, en la puerta de la Catedral Metropolitana, a tan solo unos metros del Cabildo, se daba una imagen que sorprendió a propios y extraños. Incluido a sus protagonistas.

Siete hombres de rasgos duros y gestos serios, como de otra vida, habían llegado, a primera hora del día, a las inmediaciones de la plaza principal de la ciudad a lomos de viejos y escuálidos caballos. Sus ropajes no engañaban, a pesar de las telas descoloridas y raídas por los avatares del tiempo y las batallas que llevaban a sus espaldas, eran siete militares. Pero no siete militares cualquiera: eran siete granaderos.

Los hombres llevaban décadas sin verse, sin saber nada unos de otros. Ni siquiera cuántos de ellos seguían vivos. Sin embargo, ese amanecer algo en su interior les había obligado a rescatar sus viejos uniformes del fondo del baúl.

Así lo contarían, con ese toque estoico que se entremezclaban con admiración, los abuelos a sus nietos muchos años después, cuando el país cambiara por completo y los próceres no fueran más que nombres en los libros de texto: rostros desdibujados en los billetes de pesos cada vez más devaluados. Lo cierto es que ese día apenas un puñado de personas, la mayoría de edad avanzada, se percató de la importancia del gesto.

El glorioso cuerpo de granaderos había sido disuelto muchos años antes de que el general muriera en el exilio, cuando el primer presidente de la república así lo dispuso. Parece ser que no le gustó demasiado el aspecto, andrajoso y famélico, de los últimos setenta y seis granaderos que entraron en la capital en 1826, tras más de diez años de luchar por la independencia a las órdenes del general San Martín.

Esa tarde nadie se atrevió a cortarles el paso, cuando los siete se colocaron detrás del féretro de su general, a la vez que este entraba en la Catedral Metropolitana. Tampoco tuvieron las agallas necesarias para prohibirles velar el cuerpo de su superior en la noche en que este estrenaba túmulo funerario.

La velada transcurrió en silencio. Una paz tan solo rota para recordar unas pocas anécdotas, alguna ocasión en que la guarnición de alguno de aquellos viejos granaderos hubo coincidido con José de San Martín. La noche terminó y al alba, mientras el capellán de la catedral abría de nuevo la puerta principal del templo, los siete hombres se despidieron del general, se saludaron como los viejos compañeros de armas que eran y se perdieron sobre sus cabalgaduras entre las calles de la ciudad para no volver a verse nunca más. Cincuenta y cuatro años después, los últimos siete granaderos habían cumplido con su último servicio a una patria que jamás les agradeció nada.