"El manuscrito" de María Jesús Galindo Bollaín

28.10.2021

Martín entra en el aula despacio. Al subir a la tarima posa el maletín en la mesa y, sin mirar al respetable, pasea su mano por la pizarra haciendo círculos con la gamuza que siempre guarda en el bolsillo. Aunque su oficio son las letras, su vestimenta es más propia de un científico. Einstein, ese es el apodo que su uniforme le ha granjeado entre sus colegas del campus.

Acostumbrado a trabajar en soledad, al joven le asalta el pánico escénico cada vez que el rector le pide que salga al ruedo con un nuevo taller. Por ese motivo, suele embutirse en la bata blanca de su laboratorio creativo. Se trata de una muleta simbólica que le aporta seguridad.

Se siente invisible entre las charlas y el alboroto que sacuden el hemiciclo. Aún no comprende la cruzada de su superior por abrir la mente de los estudiantes, a toda hora enfrascados en darle a la lengua. Fiel a su ritual, Martín busca con movimiento exquisito el ejemplar de bolsillo de "Romeo y Julieta" que atesora en su maletín. No halla el libro de Shakespeare, retiene aire en su pecho y, ya punto de renunciar, tropieza con el borrador de su obra.

Nadie va a notar la diferencia, sospecha mientras sustituye la lectura del dramaturgo inglés por el manuscrito de su novela, oculta en el maletín de piel de camello. Su olor le transporta al Sahara donde su alter ego se haya instalado desde hace unos meses, los mismos que han pasado desde su debut como docente. Y así desapercibido entre los tuaregs del desierto, el maestro no advierte la atención de sus alumnos, quienes absortos por la figura del protagonista permanecen embobados en su discurso, como presos del sortilegio de alguna tribu nómada.

Siente como si el tiempo se hubiese detenido y, solo cuando se oye la campana que anuncia el descanso entre las clases, se percata del silencio que lo ha precedido. Su estupor coincide con los aplausos de los estudiantes. Abochornado ante la respuesta a su oratoria, el maestro metido aún en su piel de escritor, sale por la puerta con el rostro tiznado a escarlata.

Una vez en casa, Martín no comenta lo ocurrido con su mujer. Luisa lo mira de reojo y sonríe para sus adentros. Sabe que es solo un pequeño avance, pero por algo se empieza. Además, él ni se ha percatado de su presencia en el aula esa mañana, así que le escribe un mensaje al rector dándole las gracias por el gesto. Si Martín supiera que ha sido ella la responsable de la desaparición del libro de Romeo y Julieta. Su propósito era dejarlo sin más recurso que el borrador de su novela para cumplir las directrices del rector, cómplice de su plan.

Al día siguiente pasa media mañana enfrascado frente al ordenador con su manuscrito. Ni se acuerda de si tiene alguna clase pendiente ,absorto como está limpiando la hoja de su sable en el interior de una jaima.

El sonido del teléfono le obliga a regresar a la realidad. De nuevo, el ilustrísimo le pide que haga un paréntesis en su asueto para improvisar un taller. Esta vez es en el salón de actos de la universidad. Muy a su pesar se incorpora y, sin desprenderse de su bata, abandona el despacho tentado a entrar a la sala de profesores por si alguno de sus compañeros tiene ganas de lucirse ante el claustro.

Al igual que la víspera, atraviesa en silencio la puerta del salón de actos portando su maletín. No despega la mirada del parqué del piso, como si su mente se encontrase a miles de kilómetros, en otro continente. Está tan distraído que parece que no ha visto la pizarra en el escenario. Con su inseparable gamuza, hace desaparecer los restos de tiza. Sus movimientos son lentos, circulares, como si siguiera un guion más de su modus vivendi. Sin embargo, esta vez es reincidente y, sin pensarlo siquiera, comienza a leer su manuscrito.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)