"El jugador" de Lola Fernández Estévez

05.11.2020

Porque somos parte del mundo seguimos al hombre, en el fondo vamos y venimos todos dentro de todos, bajo diferentes atuendos y razas. Nos colgamos en sus huesos sin que se dé cuenta, como la cultura y las ideas. Va empaquetado con camisa de amapolas y colgajo de corbata de cuerda.

Estamos en el casino, observándolo, el hombre apuesta una montaña de fichas, colma un número en el cuadro infernal: el dieciocho; los demás números miran mudos al elegido. La ruleta gira, el índice de la fortuna roza los números, elucubra a quién corona: destierra a treinta y cinco, y deja su uña en el dieciocho.

El crupier empuja y arrastra el premio por el fieltro a base de palo. El ruido del plástico gira cabezas. Empieza el reino del ganador, los admiradores se convierten en súbditos en torno a él. El hombre sonríe por dentro, en sus ojos agujereados se encienden velas de tirano. Lo veneran porque perdieron el rumbo del espíritu colgado en las carteras. Todos, incluso nosotros, creemos ver la nube cegadora que rodea al hombre. Sus labios huyen hacia las mandíbulas, cuando la montaña de fichas camina otra vez hacia el dieciocho.

El monstruo del materialismo se relame, ha conseguido que los hombres se alejen de los sueños y salgan de los libros y los poemas, él ofrece todo menos lo más valioso, lo que no se puede comprar: que nos quieran. La bola se cansa y el hálito del azar señala otra vez el dieciocho. El hombre, definitivamente, ya no tiene defectos para la tribu, aunque en su interior pernocte un asesino. Desde el oráculo de su entrecejo, alarga los tentáculos y vuelve apostar al número elegido. Los seguidores estiran las alas, un clamor los sobrevuela, siguen al Mesías, apuestan sus fortunas enteras al número del líder. Pero el hombre, con gesto inesperado, retira como en tormenta sus fichas unos segundos antes de la sentencia: «No va más».

La manada queda desangelada, sin el ungido, la bola gira loca y pasa de largo el dieciocho; la ruina cubre el rebaño.

- Nooooooo -gritan quienes acaban de perderlo todo.
Uno saca a la luz el arma que lleva en las ingles, Cumple con los mensajes de sus sesos, ya hechos añicos. Otros se despeñan por el barranco de los desafortunados.

La sirena gorda, la que vende su cuerpo, lleva su vida bajo la falda. Debajo de la mesa tantea el sitio que le lleva al pan, el hombre moja sus ojos en unos pechos de espuma salada. La mesa es abandonada, la sirena gorda sigue al afortunado como gusano pedigüeño. Entra primero la crueldad del hombre en el coche, la pescada rubia también se enlata en el asiento. En el jardín del casino la hiedra enreda las mentiras, mientras la noche macera un cuello. El pelo de la sirena se enciende, se iluminan los surcos de su cara con el cigarrillo del hombre, este recoge en un puño las escamas de sus rizos y la ahoga contra su verga. Las sombras avisan del cuchillo: un gajo plata de luna. El dolor avisa a la sirena del collar de sangre, de la zanja en su pellejo.

El asesino regresa a su reino, a la balaustrada humana que pace sin ideas. Prepara la fortuna entera, algunos ya ocupan con fichas el dieciocho como signo de fidelidad, otros, por la experiencia, esperan; pero el hombre aguarda, retiene el instante, y decide en el último segundo, sin dar tiempo a rectificar y a jugar a los que le siguen, y elige el diecinueve en su apuesta, como corresponde al número de sirenas decapitadas.

La ruleta gira aburrida del edicto de la suerte, envidiosa del libre albedrío humano, la bola se detiene, yace en su cuenco mortal el diecinueve. Y el hombre asesino vuelve a brillar solo, cegando a otros desde el valioso metal, sin importar su verdadera naturaleza ni el origen de la diabólica suerte que lo envuelve. Él es un producto de la moneda corriente, ajeno al amor humano.

Retiramos la mirada del hombre, nos abrazamos, bajamos la cabeza horrorizados ante el poder hechizante de las falsas luces que ciegan nuestra verdadera esencia.

Imagen: Homenaje a James Bond (Sean Connery) en el Casino