"El internado" de Miguel Ángel de la Calle Villagrán

24.08.2022

Después de conseguir la beca para estudiar el Bachillerato, mis padres tuvieron que decidir dónde llevarme a estudiar. Barajaron dos opciones: el Instituto de Coca, situado a 8 kms. del pueblo o interno en un colegio de frailes que estaba a 30 kms. de casa. Optaron por lo segundo, dado que al instituto no había otro trasporte que la bicicleta, y los inviernos eran muy duros, decían.

Así pues, una mañana de setiembre a las 7´30 de la mañana subí con mi madre al coche de línea, que paraba en la puerta del pajar de los Morales, cruce de carreteras hacia Cuéllar, Villaverde y Coca. Aquella mañana del 64, el Pueblo aún olía a trigo y a rastrojos. Los melonares y sandiares alcanzaban su tardía plenitud, los majuelos esponjaban sus tonos dorados y los negrales derramaban sus lágrimas de cristal sobre los cónicos potes.

Eusebio, el cobrador del coche de línea, sube mi maleta a la baca por una escalera situada en la parte trasera del autobús. La maleta de madera va atada con un cinto de cuero por miedo a que se abra la pestaña que hace de cierre. Aquella maleta tenía mucha historia, había acompañado a mi padre en sus seis años de guerras y de posguerras. Recorrió los frentes de la tristeza, del miedo, del dolor, de la barbarie y de la soledad. Le sirvió de asiento en sus caminos hacia el Segre, hacia el Ebro, hacia Teruel.

Con la cara pegada a los cristales se me escapan veloces los pinos, los postes de la luz y el horizonte amigo. No lo sabía entonces, pero también se me escapaba la infancia, el pueblo, la plaza, la escuela, el padre, la madre, los hermanos.

Llegamos al primer pueblo, para en el bar de Pepe, baja Ciriaco el conductor, dice mi madre que siempre se toma el aguardiente aquí. Llegamos a Cuéllar, parada y trasbordo, hay que coger el autobús que va a Valladolid. La primera parada es mi destino: Santuario del Henar. El Henar es un vergel de chopos y olmos centenarios. Un riachuelo recorre silencioso la pradera. Un puente con aire medieval da acceso al santuario y una fuente, la del Cirio, adorna la entrada. Cuenta la leyenda que ahí un pastor descubrió la imagen de una virgen, la virgen del Henar, de ahí la construcción del Santuario. No podía imaginar yo entonces que aquel vergel iba a estar vedado para nosotros. Una alambrada delimitaría nuestro campo de acción. Paró el autobús y bajamos. Varios edificios se situaban adosados a la iglesia: el convento, las aulas, el comedor, el claustro. Tras ellos un patio y una explanada; tras el patio, un edificio de dos alturas abarrotado de literas pero no de calefacción y agua caliente. Era nuestro dormitorio. Un pinar recortaba el horizonte. Ni un árbol, ni una sombra sobre aquel terreno pedregoso, donde nuestra adolescencia iba a arrastrarse en un esfuerzo simulador, dañino y alejada de las flores.

Nos recibió un fraile llamado padre Gerardo. Procedió a un interrogatorio del cual sólo recuerdo una pregunta: ¿Qué te gusta más, jugar o estudiar? Quería saber aquel fraile. ¿Y si digo jugar y no me admiten, pensé? Estudiar, respondí sin vacilar, provocando la sonrisa del fraile, un gesto de satisfacción de mi madre y el bautismo hacia la nueva vida, el internado.

Mi madre volvió en el único autobús que volvía por la tarde, no recuerdo la despedida. A lo largo de aquellos primeros días, fueron llegando compañeros, niños, adolescentes. De Valladolid, de Segovia, de Zamora, de León, de Toledo... Tímidos, atrevidos, altos, bajos, alegres, tristes... El fútbol nos sirvió aquellos primeros días para conocernos y nos serviría en el futuro para sentir nuestra respiración en aquel campo de piedras. Ante aquella oportunidad para poder estudiar, nos quedamos solos, sometidos, indefensos, impotentes bajo los abusos de la autoridad, bajo los malos tratos, bajo los castigos que los frailes nos imponían como una especie de tasa educativa. Y en medio de fríos, soledades y ausencias del calor de la familia, descubrimos la amistad, la solidaridad, el calor y el apoyo de los compañeros que obraron el milagro de la resistencia.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)