"El hombre del faro" de Victoria Trigo Bello

11.11.2020

Cuando la mar reclama lo suyo, el Hombre del Faro se acerca renqueando hasta el pueblo. Nadie lo ha visto, pero todos le conocen. El Hombre del Faro vive en el fondo del océano y cuando se aburre, sale a buscar compañía. El Hombre del Faro elige qué casa tiene que entregar un padre, un marido, o tal vez un hijo, un hermano a las aguas. El Hombre del Faro hace una marca en la puerta, una marca que algunos identifican con una cabeza de dragón, otros con un pez de tres ojos. Da lo mismo. Da igual cómo trace esa señal en la madera. Dicen que el Hombre del Faro deja esos mensajes usando un colmillo del tiburón que se le llevó una pierna, ésa que le volvió a crecer con forma de remo y le sangra cuando las olas se vuelven de piedra.

El Hombre del Faro tiene las manos de hielo y sus uñas son escamas negras con las que rompe vidas y disloca timones. Apenas alguien menciona al Hombre del Faro, lloran los niños descalzos, las mujeres enredan los dedos en rosarios y las campanas esparcen su hierro por las calles. Y es que el Hombre del Faro es un arpón en el alma, un luto que anida en la ropa de los tendedores, en las mejillas de las recién casadas.

Una niña salta bajo los arcos de la plaza. En cada vuelta de esa comba pelada baila con ella una princesa de algas. Un viejo la mira y piensa que en dos días será vendedora de sardinas, con la voz ya hombruna hecha desgarros y calzará botas de goma para pisar estiércol, grasa de motores y tripas de pescado.

En ese pueblo de tejados húmedos y paraguas de puño desgastado siempre oscuros en los zaguanes, los más jóvenes ahuyentan miedos cada vez que ocurre la tragedia y alguien menta al Hombre del Faro: allí jamás hubo faro, todo es una leyenda, una creencia de locos para amedrantar a los cobardes. Y ellos son valientes, valientes de anclas tatuadas en los brazos, valientes que no se santiguan nunca, ni acuden a los funerales que más de una vez son pésames sin ataúd. "Aquí debería yacer" es común en muchas lápidas, lápidas sin nadie a quien cubrir, lápidas de nombres privados de cadáveres a los que identificar. Y esa muerte de condolencia sin difunto presente es la peor de todas, porque se pega a las paredes y flota en los charcos, buscando el cuerpo hurtado por un zarpazo de mar, el cuerpo sin cuerpo que se cuela por las rendijas del pensamiento y se empadrona para siempre en un interrogante.

Pero esos chavales de mirada enrojecida y aliento podrido, de vez en cuando desafían al Hombre del Faro con juramentos y blasfemias, vociferando entre carcajadas de tabaco barato por el camino que va desde la fuente al cementerio, hasta que les hace callar la mirada de una anciana que a esas horas del demonio restriega lágrimas secas en el lavadero.

Comienzan a cerrarse todas las ventanas y la noche se hunde en un duermevela de cirios y estampas. Aminorando la gresca, se van a la tasca como perros apedreados, a olvidar que todos llevan apellidos de muertos añiles, muertos sin tierra para descansar. Quizás cuando al grito del patrón marchen hacia el puerto embrutecidos de alcohol, el cielo será pasto de la tormenta y el Hombre del Faro habrá decidido qué barca será la próxima elegida.

Imagen: Fotograma -retocado- serie tv "Patria". HBO