"El guardaespaldas" de Graciela C. Prego Pilar

Isabel, cada mañana, alisaba su cabello frente al espejo mientras la brisa en la ventana movía suavemente las cortinas. A la misma hora, tanto casada como ahora, viuda, tomaba un primer café mirando en el reflejo el jardín y la copa de los árboles meciéndose al compás del viento.
Aquel día, algo perturbó la rutina llamando su atención. Se asomó a la ventana con un movimiento ágil y determinante, pero todo seguía igual. Algún ave, un perro, quién sabe... Vivía sola, en una enorme casa alejada del pueblo y no era común ver gente merodear por aquella zona.
Cuando la curiosidad se transformó en sospecha y ésta en temor, se acercó a la policía local. Consultó si había algún vecino problemático, algún episodio extraño, y siempre recibía un "no" por respuesta.
Haciendo caso omiso, llamó a su hermana a la capital. Ella entendería su preocupación o al menos su respuesta la tranquilizaría. Lidia, sin subestimar sus sospechas, le aconsejó que contratase un guardaespaldas. Sin perder tiempo, la hermana concertó una cita y escogió a quien consideró más idóneo.
Al día siguiente, Antonio, llamaba a su puerta con una impecable hoja de servicios y un físico más que respetable. No obstante, atento y educado le brindaba una agradable compañía, compensando una imagen agresiva que la alejase de los pocos residentes del pueblo.
A la caída de la tarde, Antonio recorría los jardines, la casa y terminaba indicando que todo estaba en orden.
Una mañana, más segura y animada, Isabel quiso cambiar su rutina, su vestuario, su prolongado luto y visitar a una amiga con quien solía compartir algunas tardes. Entrando en una tienda, con una mirada, Antonio entendió que deseaba hacerlo sola y, tranquila, probarse vestidos y accesorios. Él se adelantó, revisó vestidores y dijo: "señora Isabel, toda suya".
Dos horas después, Isabel surgió entre los escaparates con los brazos cubiertos de bolsas. Antonio no se sorprendió por esto, sí por la interminable espera. Luego, un café con Mari Carmen y vuelta a la casa.
Ni bien llegar, ella se abalanzó al teléfono. Hacía tiempo que no lo hacía. Era Lucas. Amable, emprendedor, educado como pocos. Años evitando la oportunidad de conocer a alguien y ahora por fin... él. Dos horas de su exquisita atención en aquella tienda lograron más que varias ventas: una permanente sonrisa que exclamaba sorprendida ante los conocimientos y la pasión que transmitía aquel hombre, joven y simple, pero seguro y formal que no encontraba en su entorno.
Pasaron días, compras, llamadas y Antonio quedaba ajeno a sus sentimientos. Quizás vergüenza o temor a ahuyentar la posibilidad de reinventar un futuro... era el único capaz de colorear nuevamente su vida, desterrando su soledad.
Surgió la posibilidad de trasladarse a otra ciudad. Una nueva tienda. La idea sembró una duda en Lucas, ¿continuar como ella lo conoció?, ¿irse para prosperar? Y otra en Isabel, ¿esperarlo?, si no regresa, lo entenderé.
Un día, una tarde, otro anochecer... Lucas preparó la maleta. Se marchaba, pero con ella. Desde el negocio, a la casa del lago, ¡hacia Isabel! Con la ansiedad, olvidó llevarle algún presente. Difícil, pensó. Esperó encontrar en las cercanías algo más original que el dinero no pudiese conseguir, y allí estaba. A metros del portal, la enredadera del muro ocultaba una impresionante rosa, esperando ser descubierta para una situación especial. Trepó sigilosamente. Del bolsillo extrajo la navaja que siempre llevaba consigo, quién sabe... un animal o, como en esta oportunidad, una delicada flor. Un corte limpio y silencioso.
Antonio se presentó ante Isabel con una sonrisa. Ella, alisando su cabello, con una señal le dejó pasar. La brisa movía las cortinas, pero no importaba. Tranquila, con la indiferencia que la desilusión y la tristeza dejan cuando la soledad golpea el corazón.
― Buenos días, señora Isabel, el motivo de su preocupación fue encontrado y eliminado. Dejé los detalles en la policía, un inevitable enfrentamiento...
― ¡Buenos días Antonio! Al fin solucionado...―sonrió agradecida―. Un gesto de su mano insinuó que no le interesaba saber más. Ya no eran necesarios sus servicios y podía partir. Un sobre, una carta de recomendación, las sospechas confirmadas.
Cerró la puerta y, frente al espejo, continuó su ritual como cada día, como cada mañana...
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Imagen: Autor, CIRO MARRA