"El grabado del embarcadero" de Manuela Vicente Fernández

17.09.2020

El día en el que iban a celebrarse las nupcias, las plantas de una de las mejores secciones del jardín botánico amanecieron sin corola. Sus cálices desnudos, sin pétalos que contener, ofrecían un siniestro espectáculo del que Lucas, el novio y encargado de velar por la institución, se retrasó en dar parte a las autoridades. Como cada mañana, sin que el día de su boda fuese la excepción, sus pasos se encaminaron al lugar de siempre. Buscaba la instantánea perfecta, justo cuando el sol convertía en pequeños diamantes las gotas de rocío sobre las flores, para agasajar a Lucía, su futura esposa. Enfrentarse a aquella infamia y ver el trabajo de tanto tiempo profanado, le alteró en grado sumo y sembró su pecho de negros presagios.

Acalorado y con mal cuerpo, llamó a Esteban, el jardinero, sin obtener respuesta. Recordó que tenía el día libre, como invitado que era por la amistad que les unía, y supuso que tendría el móvil en silencio. Por su mente pasó fugaz el pensamiento de avisar a su padre, fundador y director actual de los jardines, pero desechó esta idea al momento. No quería darle un disgusto precisamente ese día, por lo que decidió postergar el asunto. Era domingo y los subalternos encargados del mantenimiento se reducían a tres personas, por lo que decidió contactarlas una a una, y comunicarles que ya estaba al tanto del desperfecto. Les pidió discreción y tiempo para ponerse con la investigación.

Los engranajes de su mente se aceleraron tratando de hallar una solución. Solo Esteban, como amigo suyo desde la infancia y hombre de su total confianza, podía ocuparse del desaguisado, pero su móvil no daba señales de vida. Lucas se debatía entre personarse en su casa o arreglarse para la ceremonia. El reloj marcaba ya las nueve y media y a las diez había quedado con el peluquero.

- ¡Al demonio, la peluquería! No creo que tarde tanto en peinarme ―se dijo―, mientras buscaba las llaves del garaje.

Llamó al apartamento de Esteban con insistencia, golpeando la puerta con los puños y llamando a voz en grito por su amigo para ver si conseguía despertarle. Mientras lo hacía, una ansiedad creciente y algo, como una certeza que no acababa de consolidarse, le iba oprimiendo la garganta, transformando su grito desesperado de auxilio en un débil quejido que acabó por devenir en llanto. Una sucesiva colección de imágenes, como fotogramas de una película, se fueron desplegando ante él sin que acertarse a saber por qué: Esteban y él de niños, bañándose juntos en el embarcadero, tal y como habían venido al mundo, mientras hacían bromas de adolescentes. Esteban el día anterior, con su semblante mustio, asintiendo a su conversación sobre los detalles de la ceremonia, mientras abonaba la tierra de las flores que hoy habían amanecido sin cabeza.

De pronto, supo dónde buscarle y, sin mirar el reloj, condujo el coche con tal urgencia como si le fuese la vida en ello. Pasaban ya de las diez y media cuando llegó al embarcadero. Paradójicamente, se encontró allí con Lucía, la última persona que esperaba ver en ese lugar. Iba a preguntarle qué demonios hacía allí cuando sus ojos lo vieron: Un corazón doble, esculpido a golpe de punzón con dos eles entrelazadas y atravesadas por sendos agujeros de dos tiros de escopeta.

Sus ojos se enfrentaron a los de Lucía, que no fue capaz de mantener la vista. Los dos sabían que, además de tallar flores, nadie esculpía corazones en la madera tan bien como Esteban.

Nadie en el pueblo volvió a ver a ninguno de los tres, pero a día de hoy, muchos años después de lo sucedido, aún pueden verse ambos corazones, con sus respectivas eles, cosidos a tiros en el embarcadero.