"El gato" de Leonel Alvarado Pintado

12.09.2022

Como todos los domingos, mis amigos y yo nos habíamos reunido en el centro de la polvorienta pampa del barrio para continuar batallando contra los agobiantes años mozos. Sin embargo, aquella mañana, una estampida de gatos, huyendo en pánico como si del mismo diablo lo hicieran, nos interrumpieron abruptamente.

Engullidos por una extraña sensación -como si la adrenalina corriendo en cuatro patas nos hubiese invadido también el alma-, vimos acercarse la causa de semejante alboroto. Ataviada de un aire espeso llenando cada centímetro cuadrado del barrio, con el hambre desbordándose de las oxidadas jaulas y con sus malgeniados artistas trepados sobre tolvas destartaladas, llegaba la caravana del circo Tony Rabanito para su temporada de verano; y, tan pronto como la vimos, con el asombro aún en pleno éxtasis morando en las infantiles pupilas, nos desalojaron prepotentemente; pues instalarían las carpas para la función de esa misma noche.

Entonces, como quien deja un lugar querido para siempre, abandoné la pampa, y regresé a casa con la idea de zamparme al circo naciendo en mi cabeza.

En la noche el ronquido de mi madre, mezclándose con la tonada del silbato anunciando la función, me convenció de ejecutar la idea que me atormentaba. Así pues, por la pared a medio construir del patio trasero de mi casa, subí al tejado. Arriba, sobre la gruesa madera que lo sostenía generosamente desde hacía muchos años, contuve el aliento al sentir una mirada escalofriante recorriéndome. De repente ubiqué detrás mío, mirándome con su único ojo lleno de fuego, escondiéndose entre unas cajas vacías de algo que desde la oscuridad también lo acechaba, al gato tuerto de mi vecina, lejos de la seguridad que por la mañana había dejado en los brazos de su dueña. - ¡Gato de mierda! -, me asustó tanto que mi mano derecha resbaló y, golpeándome en la boca, perdí el último diente sano que adornaba mi sonrisa. Enseguida, lidiando con mis temores, escapé frente a él con dirección al circo, llegando luego de unos minutos, por donde las jaulas alejaban a los cobardes.

A punto de cruzar el cerco que me separaba del espectáculo, mis amigos, -seducidos por el lado oculto del circo-, sin percatarse de mi presencia, llegaron discutiendo con el osco presentador por unos boletos prometidos. En sus manitas tiernas, por la mañana sostén de trompos y canicas, traían un saco, negro como la muerte, del cual brotaban maullidos agonizantes.

Grande fue mi sorpresa cuando reconocí al gato que sacaban del fúnebre saco. Con su lengua morada colgando fuera del hocico y el único ojo apenas abierto asustándome, suplicaba mi ayuda.

Envalentonándome decidí auxiliarlo; pero, mi madre que siguiendo el eco de mi quijada sobre el tejado, había dado conmigo, apretando violentamente mi oreja, cortó toda voluntad.

Inmediatamente, acusado de peleonero por mi desdentada boca y valorando tal vez el impulso defensor de gatos, me llevó en silencio a la boletería como quien lleva a un niño malcriado al parque. En la boletería, con su voz entrecortada, como quien ruega por un milagro, le oí decir al frío boletero: "Mírelo bien, señor... mírelo... aún es un niño", señalándome con su dedito inquisidor; pero, un golpe de luz bajando de la farola del poste sobre el cual me había recostado, le apagó la voz dejándole ver que, yo, ya no era tan niño; que los años en los que me quedaba dormido sobre sus rodillas, con los carritos de plástico entre mis manos, se habían ido; que ya había crecido. Entonces, dejando escapar un suspiro, se retiró de la boletería entre sollozos sin poder comprar ni uno solo de los dos boletos exigidos. A cambio besó tiernamente mi frente y, sin soltar mi mano por todo el camino, regresamos a casa.

En casa, recostado sobre mi cama solitaria, viendo pasar por el borde de la ventana corroída de mi cuarto, pausada como remordimiento la sombra pesarosa de un gato arrastrando su cola cual cadena pesada, exclamé bajito para mis adentros: ¡El gato... está vivo...! Pero, recordando también que las almas en pena recogen sus pasos, me cubrí de prisa hasta la cabeza con la frazada temblorosa, e intenté conciliar el sueño. - ¡Gato de mierda! -, seguía asustándome mucho.

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Imagen: Obra de la pintora Rosa Salinero Rojas (Vitoria / Ciudad Real)