"El futuro del pasado" de Cristina Hontanilla

22.10.2020

Era la primera vez que visitaba la tumba de mis abuelos. Últimamente me había puesto a escribir con más seriedad que en tiempos anteriores y me gustaba dar paseos por lugares de mi pasado. Esperaba que el pueblo de mis padres donde pasaba los fines de semana cuando era niña, desatasen mi inspiración y me revelasen el camino para iniciar mi próxima historia.

El cementerio estaba vacío cuando llegué. Parecía que no iba a llover, pero pronto empezó a refrescar y la brisa otoñal levantó las hojas del suelo y el vello de mis brazos. Me senté frente a la tumba donde descansaban las almas de mis abuelos y me abracé las rodillas para darme calor mientras les hablaba en voz alta. Después de años haciéndolo mentalmente por las noches en la cama, me dio paz hacerlo frente a su lápida conjunta.

Un soplo de viento me sacó de mi monólogo y de repente, bajo las hojas caídas, vislumbré un vieja llave oxidada puesta en el lateral de la tumba, casi en la esquina frontal. Aparté las hojas y, sorprendida, me incliné a tocar la llave. Estaba pegada, pero se notaba que el paso de los años había debilitado la unión y con un movimiento brusco fui capaz de despegarla.

La miré confusa. "¿Qué hacía una llave así pegada, como con disimulo pero a la vista?", pensé. Me disculpé en voz alta ante la tumba y me dirigí al coche. Me senté dentro varios minutos, bajando la música e intentando escuchar alguna voz en off que me explicará qué hacía aquella llave medio pegada a la tumba de mis abuelos.

Me fijé más en ella y entonces un escalofrío recorrió mi cuerpo, y no era solo por el frío. La llave llevaba las iniciales de mis abuelos, y un número grabado: el de su casa.
Nerviosa, arranqué el coche y conduje hasta allí por el pequeño pueblo. Cuando llegué a la puerta, fui capaz de abrirla tras unos cuantos tirones y empujones. Recordé que ya no había luz. Volví al coche y cogí la linterna que llevaba en el maletero, junto al resto de herramientas que llevaba por si alguna vez surgía un accidente.

Entré a la casa y la luz mostró miles de partículas de polvo volando en el ambiente. "No estoy sola", pensé con una guasa cargada de miedo. Miré a mi alrededor. No podía apreciar demasiado por la falta de luz natural, pero podría haber recorrido todas las estancias, de una a otra, con los ojos cerrados. Conocía aquella casa perfectamente. Fui a la salita y abrí la doble ventana de madera, dejando pasar algo más de luz.

Me giré y, quieta, visualicé por un instante a mis abuelos; él sentado en su butaca a un lado, y mi abuela en el sofá, presidiendo. Di unos pasos y me acerqué a la mesa. Entonces me di cuenta de que había una caja de cartón gastado, no muy grande, y encima un papel. Era una carta doblada.

Sentí que si abría la caja sin antes leer la carta, estaría rompiendo la intimidad de mis abuelos, aunque llevase allí años. Así que la abrí y leí con la tenue luz de la linterna.

"Sea lo que sea que hayas tardado en visitarnos, yo esperaba tu visita desde que el abuelo falleció y supe cuál sería mi estancia para la eternidad. Por eso yo misma dejé una copia de la llave grabada, para traerte hasta aquí. En la caja tienes todos nuestros recuerdos, fotografías antiguas, cartas que tu abuelo me escribía, pensamientos que yo compartía en silencio cuando tu madre era pequeña y estábamos solas... Ahí está el pasado, y quizá también el futuro de tu libro. Siempre supe que escribirías. Cierra la puerta con la llave al salir, yo ya me habré ido".