"El forastero" de José Manuel Reyes Gómez

30.08.2022

El niño miraba el cuerpo que se balanceaba al compás del viento sobre el cadalso. La cabeza gacha del cadáver no permitía ver la soga atada alrededor de su cuello. El niño recordaba con exactitud el momento en que a Mallory se la pusieron mientras lloraba desconsoladamente y gritaba pidiendo clemencia por su vida, anunciando su inocencia. De eso hacía ya tres días. Seguro que a Mallory, acusado de robar un broche de oro muy valioso a la señora Pickerton, le parecía una pena desproporcionada, pero el juez consideraba necesario imponer un castigo ejemplar ante los ojos de todos y, además, nadie iba a echar de menos ni lloraría por un borracho como Mallory.

Un cuervo se posó sobre la cabeza del cuerpo. El niño esperaba que empezase a picotear el cadáver, pero no fue así. Le pareció extraño, ya que sabía que cuando un cadáver empezaba a pudrirse los cuervos y otras alimañas se alimentaban de él, pero en este caso y a pesar de llevar tres días a la intemperie y del calor que hacía, parecía que a Mallory lo habían ajusticiado hacía menos de una hora. El niño decidió practicar su puntería usando como blanco al cuervo que seguía allí posado sobre la cabeza del ahorcado. Se agachó y escogió bien la munición, apuntó y lanzó la piedra con todas sus fuerzas. Esta pasó rozando el ala del cuervo que, al verse atacado, decidió alzar el vuelo, no sin antes lanzarle un insulto al niño a modo de graznido. El niño lamentó su error y, cuando se disponía a repetir el lanzamiento, lo vio aparecer asomando por el horizonte.

En el momento en que el forastero entró en el pueblo, se hizo un silencio solo roto por el ruido de los cascos de su caballo sobre el camino empedrado. Parecía una figura espectral mecida a lomos de un imponente caballo blanco, e ignorando las temerosas miradas de todos los que se cruzaban en su camino, llegó a la altura de la pequeña iglesia. Detuvo su montura, sustituyendo el ruido de los cascos por el de sus espuelas al chocar contra el suelo y, en el momento en que el niño lo vio entrar en la iglesia, su curiosidad lo hizo correr hacía el templo y no sin dificultad logró trepar hasta el pequeño alfeizar de la ventana que había en el muro lateral, desde donde tenía una buena perspectiva de lo que pasaba en su interior.

La iglesia se encontraba en penumbra iluminada solamente por los exiguos rayos de luz que entraban a través de las ventanas y por un par de velas que, a punto de consumirse, descansaban sobre el altar junto a un crucifijo de madera. Sentada en primera fila justo delante del altar, el niño pudo distinguir una silueta encorvada.

- Al final me has encontrado -le dijo al jinete mientras que su mano asomaba en la penumbra haciéndole gestos para que se acercara.

- ¿Rezabas?.

- ¿Para qué? ¿Crees que me servirá de algo?.

- Sabes que no.

El jinete se sentó en la bancada, y tras unos segundos en un incómodo silencio, que al niño le parecieron horas, dijo:

- Debemos de irnos.

- Yo no hice nada.

- Eso ahora ya no importa. Y además no puedes esconderte de mí para siempre. Vamos.

El forastero tomó a la silueta del brazo, levantándola de su asiento como si fuese un saco vacío. Cuando se dirigían a la puerta, la silueta volvió su cabeza hacía el altar, y justo en ese momento, el niño pudo verle la cara. Era Mallory. De la sorpresa el niño cayó de espaldas desde la ventana y cuando pudo ponerse en pie, corrió para ver marchar al forastero y a su acompañante, pero no vio a nadie.

El sol comenzó a ocultarse detrás de las montañas, anunciando el próximo anochecer y cuando el niño volvió a mirar sobre el cadalso. observó cómo varios cuervos ya estaban picoteando la carne podrida de la cara del cadáver de Mallory.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)