"El dinosaurio y la liquidadora" de Rodolfo C. Napán Arguiñigo

17.10.2021

Después de muchos años de intentarlo, por fin un científico había logrado su sueño: inventar una máquina del tiempo. Y lo primero que pensó es en viajar a la época donde vivieron los más grandes científicos. Se preparó rápidamente metiendo sus inventos en una maleta, luego colocó sus manos en la máquina. Sin embargo, por la emoción digitó mal el año. Craso error, el científico se pasó millones de años.

Cuando abrió los ojos vio que se encontraba cerca de un pantano. Oteó su alrededor y no encontró rastro de civilización. Miró su máquina y notó su error. Había llegado a la época de los dinosaurios. Molestó por haberse equivocado pateó su máquina, y cuando quiso hacerla funcionar, esta no respondía.

El científico la estaba arreglando, cuando de pronto sintió una gran exhalación en su espalda, lentamente volteó el rostro. Lo que miró le hizo desmayarse.

Cuando volvió en sí, vio que un dinosaurio le inspeccionaba, le olía y le acariciaba el rostro. Sí, el dinosaurio lo hacía como si lo conociera. El científico se dio cuenta de que el dinosaurio no era peligroso, y comenzó a arreglar su máquina del tiempo lo antes posible: "No vaya a ser que vengan otros dinosaurios", se decía mientras arreglaba su máquina.

El dinosaurio al ver que el científico no le hacía caso, comenzó a oler su maleta, el científico ante su insistencia la abrió y sacó sus inventos. Lo hizo para que el dinosaurio no le fastidiara. Este se quedó maravillado con los objetos, especialmente con uno: una pequeña licuadora mecánica.
El dinosaurio la movía de un lado a otro y le lamía curiosamente

- Dinosaurio, tonto. Así funciona -dijo el científico.

Y la hizo funcionar. El sonido de la licuadora encantó al gran animal tanto que movía su gran cola esperando el sonido una y otra vez. Pero el científico estaba empecinado en arreglar su máquina. Quería viajar a ese pasado y hacerse famoso mostrando sus inventos, ya que en su época no le prestaban mucha atención.

- Dinosaurio, tonto. Déjame tranquilo. Ya tienes tu licuadora. No me fastidies. Ya lárgate... shu... shu..., vete.

El dinosaurio miraba al científico y se le acercaba más a él, a pesar de que este lo alejaba.

Horas después el científico había terminado de arreglar su máquina. Estaba muy contento por eso. Rápidamente cogió su maleta, entró en la máquina y la cerró. Justo en ese momento, recordó que el dinosaurio tenía su licuadora, por lo que salió presuroso a recuperarlo. Sin embargo, el dinosaurio no se dejaría quitarla fácilmente. El científico intentó jalarlo con todas sus fuerzas, pero no pudo.

-¡Te lo regalo, tonto dinosaurio! -le gritaba el científico mientras que el dinosaurio lo miraba sorprendido.

El científico tuvo que volver rápido a su máquina, pero por la premura, otra vez digitó mal el año de su época.

El dinosaurio se sintió extrañamente triste al ver desaparecer a ese pequeño hombre. Miró el espacio donde el científico estaba; lo hizo varias veces, y luego se dirigió hacia la licuadora. La movió conmovido, pues pensó que el hombre estaba allí dentro.

Una tarde anaranjada, el dinosaurio estaba jugando con su licuadora entre su boca. En un movimiento brusco se la tragó. Minutos después comenzó a sentirse mal, una gran fiebre lo tumbó, y horas después murió. Otro dinosaurio que pasaba por ahí, se le acercó, le olió y se retiró. Horas después este dinosaurio comenzó a tener los mismos síntomas que el primero: una terrible fiebre, y luego también murió.

De esa manera la enfermedad se propagó por todo el planeta matando a miles de dinosaurios. Tristemente, aquellos pocos que quedaron fueron testigos como del cielo caía una extraña bola de fuego.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)