"El Cantil" de José Luis Martínez Rodríguez

26.07.2021

En la playa de El Cantil, recuerdo de pequeño cómo se hacían a la mar los pescadores del pueblo, que a eso de las primeras luces del alba subían a sus pesadas barcas y con la sola ayuda de sus redes, de sus manos desnudas y de sus pies descalzos, traían cada día el sustento a sus familias.

Tenían entonces mi tía Carmen y mi tío Ramón, allí cerca, justo detrás de un saliente arenoso, un pequeño bar destartalado y maltrecho pero bien alojado, cuyas vistas eran seguro la envidia de los mejores restaurantes de la capital y que había pasado por sus apuros, como todo en aquel tiempo anterior e inmisericorde, pero que en esta época empezó a despuntar cuando a Isla Cristina se acercó el incipiente turismo y allende estas tierras bajas llegaban los primeros seiscientos cargados con familias enteras.

Con este bar sacaron adelante su casa y a sus siete hijos, y dieron carrera a la menor de todos, Esmeralda. Mi prima Esmeraldi, que así la llamábamos, de pequeña parecía tontita del culo, siempre distante y huraña con los demás niños. No venia una sola vez a jugar con nosotros que al poco no tuviera algún percance, o se fuera llorando, o se metieran con ella o desapareciera sin más. Una niña triste y difícil, pero que después, pasados los años y sin hacer mucho ruido, como era ella, se descubrió como un ser maquinador y maquiavélico que vivía su existencia con el solo propósito de salir de aquel lugar y de escapar de la vida que sus semejantes le habían planificado desde el nacimiento.

Hoy Esmeralda vive en Barcelona, está casada con un abogado laboralista que posee varias propiedades inmobiliarias y con el que tiene dos hijas. Las pocas noticias que tengo de ella son de los veraneos y los cruceros que se pega por todo el mundo, y es que, aunque no la veo desde hace años, la recuerdo muy a menudo, porque hay que ver cómo es la vida ésta, que a veces salen adelante algunos que uno no hubiera dado tres perras gordas por ellos, mientras que otros, que parecían que se iban a comer el mundo, se quedan por el camino y acaban en la cuneta.

Mi amado El Cantil, que así tenía por nombre aquel viejo bar, con sus paredes blancas y sus puertas azules, fue vendido con mucho pesar mío. Lo demolieron un día triste para continuar con el paseo marítimo. Hoy de él no queda nada, salvo su profunda huella en mí y su bello recuerdo. Tantas veces caminé hacia él que me parece mentira. Aún hoy, a mis cuarenta y dos años, sigo cerrando los ojos y lo veo con el mar al fondo, quieto y blanco, orgulloso allá en la lejanía de la playa que parecía siempre que luchara contra el viento.