"El café de la esquina del tiempo" de José Luis Najenson

27.10.2020

"Sólo es nuestro lo que perdimos"
(Jorge Luis Borges)

El tiempo del sexo, como el del peligro, es cual una cinta de Moëbius: no tiene un final aparente, pero -igual que la superficie unilateral- puede prolongarse ad infinitum sin alcanzarlo nunca. Todo ocurrió en esa efímera pero eterna tarde de diciembre, bajo una sabia lluvia que parecía cesar a ratos, como comprendiendo.

Recordé, mientras marchaba a una cita galante con una alumna de antaño, en un Café de la calle Universidad, cierta erudita disquisición que había hecho en mis clases sobre el sujeto de los verbos impersonales: "Llueve es una oración completa, aunque sólo contenga una palabra, pero ¿cuál es el sujeto, ¿qué o quién llueve? No hay una clara respuesta. Y dejemos el dónde para otro cuándo, o viceversa".

El Café estaba repleto, en el medio bullía un fuego de estufa antigua, que convertía al recinto en una especie de cabaña campesina aislada en la tormenta. Pero lo más inquietante era la presencia de una mujer desnuda, cuyas ropas se secaban sobre la estufa y su rostro traslucía, a la vez, gran dolor e ira. Los profesores digitados por la dictadura militar y sus ayudantes habían copado el lugar, nuestro Café de mejores épocas, y no parecían extrañados, sino más bien divertidos, por la presencia de la mujer desnuda.

Me acerqué a ella, deslumbrado por la certeza de su cuerpo, sin saber si era o no mi alumna, y sus rasgos se fueron acentuando como si alguien, despaciosamente, la pintara: ojos tristes, lejanos; un pubis enhiesto, de ralo vello azabache y los pechos pequeños y redondos como bolas de billar. Había venido de un afuera imposible, porque a través de los ventanales, mal protegidos por los aleros de tela basta, se alcanzaba a ver un templo y un bosque que no podían estar allí.

No obstante, la mujer parecía real y temblaba entre las ondas de calor ascendente de la estufa que distorsionaban su forma sin aliviarla. «Quiero que se me pase el frío», dijo, «de cualquier modo que sea». Le ofrecí mi capa de lluvia con un ademán que intentaba ser caballeresco.

Mientras ajustaba la capa sobre sus hombros, atiné apenas a tocarle los pechos; noté así que las perfectas esferas de sus senos estaban cuarteadas por cicatrices recientes. La capa cayó al suelo como un disfraz de medianoche y nos besamos largamente, sin pudor.

Después, vistiéndose de prisa con la ropa todavía húmeda, me dijo en un susurro: "Vete rápido, he puesto una bomba en la estantería". Y miró hacia un rincón del bar, donde campeaba la foto del Presidente Echeverría, cacheteada por un grafito elocuente: Tlatelolco, 68.

Eso fue todo, salí disparado por la abertura verde hacia la lluvia, que ya no cesaba.

No logré, o no quise, oír la explosión, o tal vez no se produjo nunca. Creo haberme salvado, haber huido. ¿Por qué entonces he regresado tantas veces y todo torna a repetirse casi de la misma manera? Eso es lo que más me aterra. Esta vez, ni siquiera alcancé a acariciarle los pechos.