"El anuncio" de José Manuel Dorrego Sáenz

17.10.2021

Un día vas caminando por la avenida principal y te topas con un enorme anuncio que parpadea en la fachada. Te colocas justo debajo y te pones a observar. Se ve a un vaquero junto a un Cadillac rojo parado en mitad del desierto. Ese tipo debe llamarse Boby, Chester o algo así, piensas. De fondo, un par de cactus y una calavera semienterrada. Y más al fondo aún, media docena de bolas de paja, como rebotando entre las dunas. Si el anuncio tuviese música, seguro que se escucharía algo de country o blues. Todo en ese anuncio te transporta al desierto, como si fueses tú quien está allí. Por un momento, incluso jurarías que te ha llegado una ráfaga de viento que huele entre diesel y ese aroma a cuero recalentado de los asientos del coche. Hasta llegas a escupir unos granitos de arena que se te han quedado incrustados en el cielo de la boca. El tipo está apoyado en el capó del Cadillac, con un pie hundido en la arena y el otro reposado sobre el parachoques delantero, dejando ver la punta de sus botas de cowboy. Viste pantalones vaqueros, cazadora de cuero marrón y una camiseta blanca con gotitas de sangre, probablemente por haber decapitado a un ñu con un cuchillo o las huellas de la pelea con un tal Joe, junto al aserradero. Ese tipo, piensas, o va a un rodeo o viene de un rodeo, y seguro que su chica se llama Peggy, Samantha o algo así. En la mano derecha sostiene un mechero. Junto a la punta del mechero, la punta de un finísimo cigarrillo que sujeta con la comisura de su rojísima boca una rubísima rubia, Peggy, lo más probable. "Marlboro: el sabor de la aventura", reza el eslogan del anuncio. Por un momento, desearías ser ese tipo. Lo has deseado toda tu vida. Cierras los ojos y lo deseas y deseas con tanta y tanta fuerza que cuando vuelves a abrirlos, eres tú quien está apoyado sobre el Cadillac. Por desgracia, pronto compruebas que a 50 grados es muy complicado mantener la compostura y comienzas a sudar como un jabalí herido: cambio de planes...

Pronto sentirás que la punta de tus botas de cowboy te hacen yagas en los pies, que el coche no arranca, que el mechero no enciende, que no hay música de fondo que te recuerde a alguien y que la rubia, que ahora ya sabes que no se llama Peggy, se da la media vuelta y se dirige hacia la carretera para hacer autostop: por lo visto no eres su tipo, no das la talla. Pero, sobre todo, verás que tienes a media docena de buitres merodeando en círculo a un centenar de metros por encima de tu sombrero: se masca la tragedia.

Ahora es el cowboy quien va caminando por la avenida principal mientras deja atrás el anuncio y va sacudiéndose el polvo, como si acabara de caerse de los lomos de un búfalo en mitad de un rodeo. A ti, con ese panorama que te queda, me temo que ya nadie te va a sacar jamás de ese anuncio.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)