"El accidente" de Ino Pereira Domínguez

08.11.2020

Aunque lo recuerdo como un tipo huraño, me resulta incomprensible el rapto de agresividad con que me atacó y que pudo terminar con mi vida convirtiéndolo a él en homicida.

Sin duda el impacto del accidente modificó la percepción indulgente que en torno al atrabiliario Machuca el efecto halo del tiempo había preservado.

Después de la tragedia, descubrí que aquel individuo desvalido con el que había compartido tertulias en el Derby y avatares protestatarios poseía, además de la sombra psíquica que le adumbraba las facciones y el discurso, el privilegio de ser instrumento de la fatalidad.

Pasó a rápidos trancos por delante del bar donde estaba con unas colegas docentes. "Disculpadme, voy a saludar a un condiscípulo de la Universidad." Y me arranqué con la urgencia de darle alcance.

- Machucaaa.

No sé si fue una apreciación engañosa, pero estoy por asegurar que al oírme aceleró la marcha.

Era el mismo, inconfundible pese a los años transcurridos; eso sí, extremaDamente flaco y algo cargado de hombros. Caminaba igual que antes, ensimismado, huidizo, cabizbajo, pero ahora la vestimenta negra y desaliñada le prestaba un aire fantasmal, de estantigua.

Lo conocí cuando las revueltas del sesenta y ocho con el mote ya impuesto -Machuca va, Machuca viene, no jodas Machuca... -, un alias muy apropiado al talante catequístico y machucante de su locuela, capaz de largar interminables sermones sobre los ideólogos de la revolución rusa o de enjarretarte de memoria y al pie de la letra los treinta y tres capítulos del Libro rojo de Mao.

El carácter berroqueño de Machuca, su bagaje doctrinario -fruto de voraces lecturas subversivas que escasamente alcanzaban la corteza cerebral-, el monódico tesón con que las predicaba hacían de él un prototipo de persona esencialmente plúmbea.

Con similar afán que a las proclamas revolucionarias de café, se aplicaba al relato compungido de sus cuitas amorosas, pobreteándose ante algunas compañeras para ganar conmiseración erótica: menguado de cualidades seductoras, requebraba a las más pusilánimes o a las más desasistidas, vale decir menos agraciadas.

Pero estas estrategias apenas le reportaban dividendos venéreos, solo migajas de alivio a la cruz de la abstinencia, precarias bizmas a la herida de su celibato mendicante.

Casi al cabo de la calle volví a llamarlo, pero para mí que de nuevo apuraba más el paso, así que decidí salvar a la carrera el resto del trayecto, antes de que se adentrase en el dédalo de callejas de la ciudad vieja.

Ya a su altura, "Machuca, soy Esteban... ¿Te acuerdas?".

Por toda respuesta recibí un golpe en la mano que le tendía para saludarlo.

Ignoro qué extraña sacudida debió de sufrir su cerebro, pero en un lapso de segundos advertí la demudación del semblante, la tensión acerada de cada uno de los músculos de la cara desencajada, lívida de furia, y percibí, sí, entendí con toda claridad y certeza el significado ominoso de sus palabras, la determinación criminal de un demente.

"Yo no soy Machuca, cabrón. Yo a ti no te conozco... Fuera... No me llamo Machuca. Yo nunca he sido Machuca, ¿me oyes?. Y os voy a matar a todos..."

En medio de la granizada de manotones que, paralizado por la inesperada reacción, no me era fácil esquivar, noté que se abalanzaba sobre mí, extrayendo del bolsillo un objeto brillante. El instinto de protección me impulsó a asirle y paralizarle el brazo. En el breve forcejeo dio un traspiés que lo hizo caer de espalda. Rebotó contra el borde de la acera y quedó repentinamente inmóvil, como fulminado.

Entre el rebullicio de transeúntes que se agolpaban miré con estupor el cuerpo yerto, por uno de cuyos oídos empezaba a manar un hilo de sangre.

Cuando fue retirado de la calzada vi también las nacaradas cachas de una navaja clavada en sus riñones.

Dos días después en el funeral supe que Machuca llevaba una larga temporada de baja laboral, debido a un grave trastorno de la personalidad que en él cursaba con recurrentes episodios de violencia y algún intento de suicidio.

Salí del cementerio sintiéndome profundamente desgraciado y preguntándome por qué la existencia a veces nos depara circunstancias en las que sin querer somos causa de catástrofes irreparables.