"Dios, Paula y las hormigas" de Trinidad Romero Blanco

Era una agradable tarde de mayo. Los rayos del sol calentaban cariñosamente a Paula, que estaba sentada en una sillita plegable, de esas que se usan para estar en la playa, en el centro de su pequeño jardín, florecido en esa época del año.
Sus ojos se posaron con orgullo en los rosales de la valla que se mostraban como una paleta de pintor.
De súbito, su mirada bajó al suelo, intuyendo el movimiento de aquellos pequeños seres que caminaban uno detrás de otro, con un sentido de la disciplina digno de un escuadrón militar. Se levantó y siguió el itinerario hasta encontrar el hormiguero. Se quedó un momento atenta al ir y venir de las hormigas y volvió a sentarse en su sillita. Sonrió. Se despertó su memoria.
Era una niña que no llegaba a los nueve años y vivía en una casa grande, sin terminar de edificar. La niña estaba en la puerta, donde las hormigas habían construido un gran hormiguero. Se encontraba en cuclillas y las observaba con atención. Unas iban, otras venían, pero se respetaban unas a otras, cediéndose el paso de forma ordenada, sin dejar el sendero que las llevaba a su hogar. Algunas cargaban con miguitas de pan, otras con cascarillas de sépalos de flores, o llevaban variadas partículas comestibles. Todas cumplían con el trabajo de llevar alimentos a su casa para tener víveres en el invierno.
Levantó un momento los ojos al cielo, como preguntando a alguien, el por qué las hormigas tenían su vivienda bajo tierra, pero no obtuvo contestación. ¡Era terrible! ¿Cómo vivir en la oscuridad en un lugar donde el clima era benigno y el sol los mejores regalos de la existencia? Entró en su casa y, rebuscando en un rincón donde se encontraban cachivaches destinados a la basura, encontró un cristal de unos siete por siete centímetros, de superficie irregular, pero válido para su objetivo. Lo limpió con saliva y salió otra vez a la puerta. Se sentó en la tierra, ajena a que se le clavaran los chinos y suciedades de esta. Con mucho cuidado fue haciendo una hendidura de un par de centímetros alrededor de la boca del hormiguero, poniendo la mano izquierda de forma que la tierra escurridiza no fueran a caer dentro. Las hormigas, que dicen son muy inteligentes, no alteraron su labor, porque sabían que no les iba a hacer daño.
Paula terminó de colocar el trozo de cristal en la boca del hormiguero, cubrió sus bordes con tierra y colocó a su alrededor pequeñas piedrecitas para protegerlo.
Se levantó y sonrió satisfecha. ¡Ya entraba luz en el hogar de las hormigas!
Aquel hormiguero con su gran antesala llena de claridad, era la primera visita que hacía Paula todos los días de verano. Se pasaba un rato haciéndoles compañía y soltaba alguna miguita de pan en el camino que transitaban.
Era feliz.
Paula pensaba: ¿Comprendían las hormigas a los seres humanos? ¿Eran capaces de penetrar en sus facultades mentales, entender y compartir sus ideas y acciones? Indudablemente no podían, porque, si no, alguna hormiga se hubiera sentado al lado de ella a parlotear. No, las hormigas no podían alcanzar a comprender el universo humano.
Exactamente igual que los humanos no pueden con sus conocimientos ni talento, comprender el universo creado por Dios.
Somos pequeñas hormigas ante la grandeza del Creador.