"Dinero" de Joaquín Llorens González

05.09.2022

Lo peor sucedió cuando me quedé sin cigarrillos y no había nada que hacer después. Lucía seguía tumbada, desnuda, a mi lado. Yo, mientras empezaba a masticar ya en la boca ese regusto de ironía y resignación por lo que tenía que venir, miraba hacia el techo, imaginando alguna forma, viendo dibujarse de pronto los reflejos de la calle (habría asegurado que las cortinas seguían ahí hasta hacía unos instantes, pero era evidente que ahí -no quería mirar- ya no estaban). Una aparente calma, una quietud originaria llenaban el ámbito, envolviendo nuestros cuerpos de silencio, como si nada hubiese cambiado en la mañana.

Habíamos estado caminando sobre la incertidumbre, vacilando durante semanas. La realidad en ese momento se presentó nítida: la escasez en su más dura, vergonzosa expresión. En la mesilla, al lado de los libros sobre psicología y sexo, descansaban las gafas. Me las puse en señal de advertirle a mi cuerpo que empezaba un nuevo día, que tocaba levantarse, tomar una ducha. Lucía seguía allí, respirando bajo sus ojos oceánicos. Lucía, sí, también debía despertarla, "avisarla", según decía ella.

Cuando me incorporé (sin quererlo, súbitamente, como alertado de una inminente catástrofe), sentí cada hueso, cada vértebra. La habitación parecía la misma; mi figura seguía reflejada por el espejo del otro lado, junto a la ventana; seguía sin escucharse nada, como si los sonidos estuviesen escondidos dentro de las cosas. Nada parecía distinto. Sin embargo, al levantar un pie, algo en alguna parte debió crujir, y, como un mecanismo activado de pronto, como una cerilla que arrastra el fuego y se enciende a la primera, empezaron a aparecer los síntomas de eso que debe significar la quiebra: repetición en el uso de una chaqueta (no vi ninguna otra) manchada hacía días; el olor (a pesar del humo constante) agudo y fuerte -nauseabundo- que emanaban nuestros cuerpos; el mismo espejo de siempre, de pronto rajado el cristal por en medio. Volví a mirar a Lucía como para interrogar solo a su cuerpo, pedirle una muda explicación (el sol ya empezaba a mostrarle también los senos).

Fui a mirar en los falsos cajones del armario por si encontraba algún paquete de cigarrillos suelto. Semanas o meses atrás (de pronto no podía recordar exactamente el tiempo que llevábamos allí), cuando intentaba dejar de fumar, solía esconder algunos en lugares secretos del piso para que al volver por la noche no supiera encontrarlos. Al abrirlos me pareció imposible descubrir que alguna mano ya había estado tanteando por allí previamente, pero como si su propósito hubiese sido en realidad encontrar por alguna parte algo de efectivo de forma urgente (el cuerpo de Lucía giró de pronto bruscamente, aunque siguió dentro del sueño). No quedaba nada, solo viejas barajas de cartas y fotografías de los anteriores inquilinos (una de ellas estaba recortada rápidamente en un extremo, como dando cuenta de una relación en la que algo muy grave hubiese sucedido).

Me giré sobre mí mismo e intenté recordar, por si algo se me escapaba. Mientras me miraba fijamente las manos, sentí cómo el sol empezaba ya a calentar con intensidad todo el espacio.

Cuando mis ojos volvieron de la ventana se encontraron de golpe con que la cómoda de al lado de la cama estaba completamente volcada, los cajones desparramados sobre el suelo. Primero pasaron sobre ello como si nada, pero entonces algo en mí cambió (me pareció recordar de pronto una conversación, unas voces susurradas una madrugada reciente), y mi cuerpo se detuvo en seco (en ese momento ya no me reflejaba en el espejo). Entonces, cuando iba ya a despertarla, cuando tenía mis manos encima de sus piernas para empezar a moverla, lo escuché, igual que un disparo en mitad de una azotea anochecida:

-¿Lucía? -se oyó desde fuera de la habitación, imposible, inevitable, inalcanzablemente desde el salón o la cocina.

Mi cabeza no reaccionó y aún quiso llevar las manos sobre ella, pero de pronto las retiré al instante. Erguido, todo mi cuerpo quedó petrificado, sin poder dejar de mirarla. Entonces comprendí, como si su cuerpo desnudo me hubiese por fin respondido (a los pocos segundos se despertó, se levantó, me miró con el semblante serio y apagado y salió del cuarto).

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)