"Diez segundos" de José Buil Quejigo

20.10.2021

Había decidido poner fin a su vida, no sabía dónde ni cómo, pero estaba determinado a ello.

Quizá tirarse al metro fuera una buena opción, rápida y, posiblemente, precisa, y dirigió sus pasos hacia la estación más próxima. Se sorprendió al ver que estaba cerrada por obras y un gesto de fastidio le surcó el rostro.

Frustrado, se montó en el primer autobús que paró en la marquesina más cercana, dispuesto a bajarse en la siguiente parada en la que viera una boca de metro abierta para cumplir sus propósitos. Se sentó en uno de los asientos de un solo pasajero, no quería compartir espacio con nadie, ya que no estaba acostumbrado a coger ese medio de transporte y siempre iba solo en su coche al trabajo.

Se sorprendió de la cantidad de cosas que le pasaban desapercibidas en los trayectos en su automóvil. Había grandes ventanales en las casas y se preguntó quién se asomaría a ellos. También vio portales señoriales de madera antigua y pesada y también se preguntó quién los cruzaría a diario. Observó a personas, hombres, mujeres, niños moviéndose de forma aleatoria entre ellos mientras se dirigían a... ¿a dónde se dirigirían? Se preguntó. Vio pobres que pedían sentados en el suelo con un cartón a los pies, con letras que no llegaba a distinguir y también se preguntó qué contarían en esos escasos centímetros de celulosa marrón. Distinguió paseadores de perros que, bolsa en mano, se afanaban en recoger los restos fecales que soltaban aquí y allá los que decían que eran los mejores amigos del hombre. Eso le hizo pensar en los amigos que tenía y se dio cuenta que de muchos de ellos no recordaba ni sus nombres. Quizá tampoco le echarían de menos cuando llevara a cabo su plan.

Observó cómo algunos de los edificios estaban rematados por dinteles laboriosamente trabajados, por torretas de tejas de pizarra y ventanas tipo ojo de buey como en los barcos. Algunos tenían figuras mitológicas en la parte más alta como protectores de los que se encontraban a ras de suelo mientras retaban a los elementos y, por un momento, se le ocurrió que todos esos pájaros que se movían volando de una a otra de las figuras, se dedicaban a decirles al oído de estas a quién proteger y a quién castigar de todos aquellos mortales que paseaban por este mundo sin conocimiento de aquellos comentarios susurrados y secretos.

Entre unos pensamientos y otros, llegó al final del recorrido y se vio obligado a bajarse del vehículo, no sin cierto grado de fastidio. Había perdido un tiempo precioso. Con tanto pensamiento y el mirar aquí y allá, se había pasado de largo todas las bocas de metro del recorrido.

Avanzó unos pasos y se quedó allí en medio, parado, perdido. Parecía una estatua de aquellas de los edificios. La gente pasaba a su lado como si no existiera o quizá solamente respetaban su espacio y no querían molestarle en su soledad. Un niño se le acercó y se le quedó mirando muy fijamente a los ojos, le sonrió, una sonrisa amplia, limpia y de ojos brillantes que le hizo contagiarse hasta el punto de devolverle la sonrisa, sin forzarla, natural y sincera. Se le acercó una chica con un cartel. Ponía: "Abrazos Gratis". Le dio uno, sin preguntar, sin pedir nada a cambio. Fueron diez segundos que cambiaron su vida...

Han pasado diez años de aquel abrazo, de vez en cuando coge el metro en aquella estación que aquel día se encontraba cerrada. En el andén la gente espera la llegada del convoy. El cartel anuncia que está a punto de hacer su entrada en la estación. Se acerca al borde del andén, ya no se sienta solo, busca el contacto con la gente. Unos chavales bajan las escaleras corriendo para no perder el metro que se acerca. Las luces de la máquina salen del oscuro túnel. Un pequeño empujón le hace trastabillar, otro un poco más fuerte le hace perder el equilibrio. Los pies pierden adherencia al suelo, el torso se vence hacia delante. Cae a las vías, el tren frena, chillan las ruedas, chilla la gente.

Diez segundos, diez años, para el mismo final.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)