"Diálogos con mi vieja máquina de escribir", de Leonor Fernández Almendros

23.05.2019

Querida Máquina:
Compañera inerte de mis silencios llenos de palabras. Esta tarde he creído por unos momentos ahogarme dentro de mis lágrimas y me he apresurado a contener la lluvia de mis ojos, anudando en mi garganta, queja, a queja los sollozos para regalarle a este día gris que me atormenta un ramillete con todos mis despojos.
Solo el papel me acoge en su regazo blanco, siendo el único testigo que con mis sentimientos se funde en un abrazo.
A veces me parece que él llora también y sus lágrimas oscuras de tinta convierten en un borrón mi canto. Escribo versos para triturar el sentimiento, los deseos, la calma.
Estoy reventando amor por mi costado, mientras la vida se me escapa por la ventana poco a poco...
No golpea el martillo, golpea el egoísmo, la incomunicación, el diálogo de besugos, la amenaza constante de un desastre mundial.
Golpea el corazón un niño sin sonrisa, un pájaro desalado, un árbol mutilado....
¿Qué planeta habito en esta total ausencia?
¿En qué nos hemos convertido?
Un vendaval de noche azota la angustia que desplomada se refugia en un punto del sentimiento arrebatado para buscar cauces en el torrente del temblor.
Creo que estamos todos en pecado mortal. Dura afirmación, pero totalmente cierta.
Estamos en pecado cuando somos capaces de soportar estoicamente tanta violencia sin advertirlo teniéndola tan cerca.
Es pecado mortal, más que pecado cuando soportamos ver tanta hambre, tanta miseria, tanto desamor, tanto dolor en el menú diario de esta bacanal que es nuestra sociedad podrida.
Está en pecado mortal el hombre, cuando envenena el aire, maniata a los peces y ahoga a las flores. Hemos hecho de un paraíso un paraje inhóspito, degradado, tenebroso.
He llegado hasta aquí y ¿qué me encuentro?
Seres que gritan, otros que con las fauces abiertas devoran todo lo que encuentran alrededor esgrimiendo sus uñas como cuchillos para adentrarse en los estómagos repletos de grasa. Veo miles de manos vacías, ojos enrojecidos por el llanto, mientras otras rebosan caprichosamente de excesos, de apatía, de indiferencia. Demasiados cuerpos torturados, demasiados muertos en los caminos de esta tierra mil veces maldita. Nada ni nadie está a salvo, porque nadie escapa a la amargura al dolor, al vacío a la soledad. Vivimos en el vértigo del aullido.
Nacemos encadenados a la propia vida y huimos hasta la muerte para librarnos de sus cadenas opresoras y ella entonces se convierte en grilletes torturando el pensamiento, persiguiéndonos invisible, tenaz, avasalladora, durante todo el camino de la vida.
¡Cuánto pesan sus cadenas! Y su huella como un estigma preside toda la existencia humana, desde el primer instante de la llegada.
Arribamos hasta una orilla incierta, buscando desasirnos de su influencia en una batalla imposible, perdida antes de que comience.
La vida es tan solo un puente hasta que llegue ese trance final, cuyo recorrido es angosto, a veces fugaz y otras lento y angustioso, amarrados sin remedio a nuestra propia existencia.
Qué impotencia Dios! ¿Por qué lo hiciste?
Me rebelo contra este destino fatal, y no sé como espolear estas amarras, desisto de entregarme a una batalla perdida.
..."Y el hombre nace libre..." ¿Dónde está su libertad?
¿Dónde está mi libertad, si no puedo elegir mi destino?
Solo me consuela el amor, porque hace milagros donde habita lo imposible. El amor eleva, hace del hombre un ángel.
El amor dignifica, jamás rebaja.
El amor es vida, el que no ama está muerto, aunque respire, por eso esta sociedad nuestra está llena de cadáveres
Es maravilloso soñar aunque nos llamen locos y rompernos si ha sido por amor.