"Diagnóstico equivocado" de Agustín Valladolid Madrid

01.03.2021

Hoy se cumple un año desde que acudió por primera vez a la consulta. He tratado a bastantes personas con síntomas similares: teatrales, excitables, vanidosas, egoístas, y siempre en permanente búsqueda del elogio y la adhesión sin fisuras. Después de aquel primer encuentro anoté bajo su nombre: "Trastorno histriónico de la personalidad". Incluso en los momentos en los que la sensación de bloqueo era más agobiante, seguí creyendo que ese era el diagnóstico correcto. Ahora, tras decenas de citas, tengo que reconocer que nunca he sabido del todo a qué me enfrentaba. Que aún no sé a qué me he enfrentado.

Muy pronto, no habrían pasado ni dos meses, llegamos al fondo del pozo. Allí estaba la herida de treinta años atrás, aparentemente cerrada. A partir de ese momento fue ella la que siempre intentaba marcar el camino, imponer los contornos de la conversación. Se irritaba cuando, muy a su pesar, yo la empujaba por recodos imprevistos o le hacía volver atrás. Tenía prisa en llegar a alguna parte. Como si le urgiera desnudar el alma. ¿Pero dónde? Hubo ocasiones en las que creí saberlo. Pero me equivocaba. No quise ver la profundidad del desgarro. Pensé que de aquello apenas quedaba rastro. O esa al menos fue entonces mi conclusión. Que los peores momentos habían pasado, esos a los que parece imposible sobreponerse pero que la vida reescrita con las personas justas acaba convirtiendo en un mal recuerdo. Con 14 años hay siempre tiempo, o eso llegué a creer.

Ayer, cuando abrí la puerta del despacho a primera hora de la tarde, me la encontré apoyada en el alféizar de la ventana. En ese preciso momento no me pregunté cómo había entrado. Supuse que con su habitual descaro, y su rostro ya familiar, no le habría sido difícil convencer a alguna de las enfermeras de la cuarta planta. La corriente de aire hizo volar unos papeles que estaban sobre mi mesa. Elisa sonreía. Me sonreía. Yo la miré fijamente. Sin sorpresa ni temor. Acaso cierta curiosidad. No la esperaba, pero tampoco me extrañó demasiado. No era la primera vez que se presentaba en la consulta sin avisar. Pero entonces me di cuenta de lo que me estaba diciendo con esos ojos insondables: te he engañado, y no lo siento. Un instante después sucedió. Como algo natural. Como si estuviera escrito desde el principio. Me lanzó un beso con la mano y dijo: "Diagnóstico equivocado, doctor". Luego, aupándose de puntillas, como una bailarina, sin apenas esfuerzo y sin dejar de mirarme, se echó hacia atrás y se dejó caer. De la calle llegaba el rumor apagado del tráfico.