"Detrás de la ventana" de Ángel Arroyo González

22.10.2020

En sus últimos años de su vida solo tuvo delante de sí aquella ventana que le abría al mundo exterior. Era una ventana que incluso no podía abrir. Su estado de salud se lo impedía. También los años. No se tenía la sanidad pública que hoy disfrutamos y aquella operación en un sanatorio privado le había también privado de poderse mover libremente. Su sillón era el trono desde donde divisaba un campo extenso de la vega, con sus huertas y tierras de cereal, y que en sus mejores años había sido el espacio de sus tardes de ocio cuando, montado en su borriquilla y con su perdigón "farruco" en su jaula, había gozado de sus cantos de reclamo en espera de la perdiz que aún no se había emparejado. Ya tenía sus lugares muy bien seleccionados. Ya había preparado su mojón donde entronar a su farruco y, muy cerca de él, el puesto de espera improvisado tras unos matojos o realizado expresamente durante el invierno con las lanchas del entorno. El amor y el respeto por la naturaleza eran actos naturales. Aquellos recuerdos le afloraban ahora tras los cristales, pero ya no tenía con quién compartirlos. En aquella habitación rara vez entraba alguien que no fuera alguna de las nueras que venían a atenderlo. La única hija se le fue con dieciocho años. Otros dos hijos se los llevó la guerra. Eran tiempos en que, pese a todo, la familia era atendida por la familia. La mujer era para atender la casa, los hijos y los parientes; el hombre, para el trabajo del campo y la atención a sus animales. Poco ocio y poco tiempo tenían para compartir, y ese poco siempre era para el hombre, la mujer era mal vista en el casino, peor aún en la cantina. Ir de visita, los domingos por la tarde, a casa de los parientes era lo que le permitía romper con la rutina. Recordar recuerdos, y recuerdos que te hacían recordar. Diálogos repetidos. Historias ya sabidas.

Pasó años tras aquellos cristales. Sus ojos se fueron apagando también con el trascurrir del tiempo, siempre con el pañuelo en la mano para limpiar las eternas lágrimas de unos párpados que ya no las podían retener. Ahora su horizonte estaba más cercano. La torre de la iglesia y su reloj le hacían contar las horas. Lo más próximo era la plaza, rodeada de su lonja, donde él mismo siendo niño se había subido a las moreras, y luego siendo hombre se había sentado en las trasnochadas del verano con los amigos a contarse sus vidas. Los días pasaban y solo el saludo de algún conocido que pasaba por delante le apartaba de sus pensamientos. La única pasión escondida que le conocía era jugar a la lotería de Navidad. Eran pocos los que se lo podían permitir. No sé cómo conseguía aquellos recibos que tan celosamente guardaba en su cartera. El día del sorteo se sentaba junto a la radio, con su papel y lápiz, anotando los premios y esperando oír su número. Nunca tuvo la suficiente suerte. A aquellos pueblos no llegaban ni las noticias, había que esperar que llegara la lista oficial al ayuntamiento. Aquel año no sé si llevaría, pero en la víspera del sorteo dejó de mirar por la ventana.