"Desvío" de Viviana Andrea Vinci

12.09.2022

Sentado en la barca metió su mano en el río de espuma. Su amigo parloteaba guaraní y castellano, mezclados. Él escuchaba a medias. Su mente estaba sumida en el sopor del calor y la humedad. Los colores le parecieron más intensos, casi como de ácido, pensó. Desde la orilla una música lo trajo a la realidad. Le pareció estar sumergido en un cuadro, un tópico del lugar. La canción marcaba un hito en su memoria: el lago Ypacaraí. No haré travesuras en este viaje, se dijo, pero se equivocaba. Aunque ya no tenía seis años continuaba siendo un inconsciente.

Su amigo lo llevó río arriba, hacia el Alto Paraná, sin itinerario ni idea preconcebida. Sólo los Cuentos de Quiroga en la cabeza, con sus límites imprecisos de amor, de locura y de muerte. Sabía que cualquier cosa podría matarlo, pero no le importaba. A media tarde buscaron un lugar donde armar el campamento. Él se quitó las botas y metió los pies en el agua. El río, de un amarronado rojizo, le impedía ver el fondo. Una voz susurró en su nuca: Pirañas. Instintivamente, sacó los pies del agua y la carcajada del otro retumbó entre los árboles. Ningún problema, le dijo, y volvió a reír. La risa no le hizo mella. Se armó un porro y metió los pies en el agua. Lo convidó y se alegró de que no quisiera probarlo. Buscó un lugar donde recostarse. Pronto sentiría un hambre feroz, que saciaría abriendo alguna lata.

Durmió profundamente. No escuchó ni ronquidos ni sonidos de la selva. Por la mañana los gritos de los loros y de los monos aulladores lo ubicaron en el espacio. El otro ya estaba preparando el desayuno. Una hora más tarde surcaban ese sendero invisible de agua que llamaron camino. El río se iba angostando y ellos iban en silencio, uno alerta, el otro despreocupado, inmerso en la monotonía del paisaje. Al mediodía el amigo dijo: Te enseñaré a pescar. Él se desperezó y respondió: OK. Con el primer pique gritó de alegría. El otro lo miró con fastidio. Dormitó al sol el resto de la tarde sobre la barca que lo mecía. Antes de que anocheciera buscaron el lugar donde pasar la noche. El amigo le rogó silencio: Vamos a pescar. ¿Por qué no vamos a cazar? No obtuvo respuesta.

Ese atardecer pensó que pescar era cosa de tontos. Con la primera luz del alba tomó un par de cosas que estimó útiles y dejó una nota: Espérame aquí, sin imaginar que el amigo no sabía leer. Se metió en la selva con espíritu aventurero. Pronto se perdió en la oscuridad, en la espesura que jamás anuncia la salida. Los pájaros parecían reírse de su estupidez. En esa incertidumbre deseó ser más animal y menos humano. Pronto maldijo la inconsciencia que lo adentró sin brújula ni GPS. Quiso volver al río. Sus botas encharcadas hacían su caminar lento, apesadumbrado. Todo se volvió círculo, laberinto. Decidió treparse a un árbol y subió a lo más alto. Sólo divisó verde, grandiosidad sin límites. Bajar del árbol le llevó el triple de tiempo. Sintió pánico. Gritó: Estoy vivo, y le dio risa su voz, su grito.

Varias horas después encontró el río. No estaba seguro de que fuera el mismo. Por mucho que gritara: Amigo, nadie contestaba. No sabía si tenía que ir río arriba o río abajo. Lo jugó a cara o cruz y caminó por la orilla. Cada tanto se detenía y, ahuecando las manos, volvía a gritar: Amigo. Pasó por donde habían acampado la última noche, pero no reconoció el sitio. Ni se dio cuenta del rastro que había dejado la fogata. Antes del anochecer, con el sol ya escondiéndose, pisó un tronco que lo hizo resbalar y cayó en una ciénaga. Recordó las películas que veía en su infancia, en blanco y negro, donde tantos personajes fueron tragados por esa mezcla de barro y arena ¿Cómo se sale de aquí? Cuanto más fuerza oponía, más lograba hundirse. Se quedó muy quieto, casi sin respirar. El miedo se volvió terror. Quiroga se hizo carne. Ya no podría gritar: Estoy vivo, para después reír.

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Imagen: Obra de la pintora Rosa Salinero Rojas (Vitoria / Ciudad Real)