"Despedida" de Paulina Sánchez Garzón

08.11.2020

Salí del metro deprisa, con ansia. No quería llegar tarde. Aunque sabía que iba con tiempo, ya me había invadido, como siempre, la angustia que me agarrotaba cuando visitaba a mi madre en el hospital. La misma, por otra parte, que se apoderaba de mí un rato después cuando no veía el momento de salir de allí y respirar el aire de la calle.

No me gustaba aquel barrio. Bloques de pisos, no muy altos, con locales comerciales en los bajos de negocios poco atrayentes, sin escaparates en los que detenerse. No tenía nada especial, pero en la calle por la que caminaba en aquel momento estaba el hospital en el que había muerto mi padre hace ya tantos años. La puerta por la que salió el coche fúnebre seguía haciendo chaflán en la acera y siempre sentía un ligero estremecimiento al recordarlo cuando pasaba por allí.

A medida que me acercaba al hospital aumentaba el flujo de gente. A los que me cruzaba, me parecía verles una expresión relajada, fruto, según yo imaginaba, de haber terminado lo que hubieran ido a hacer allí: consultas médicas o visitas a enfermos. Sin embargo percibía tensión contenida en los que caminaban a mi lado como si formáramos un arroyo que pronto se convertiría en torrente.

Mi madre llevaba tres días ingresada en la UCI. No tenía nada concreto, solo un enorme deterioro tras batallar con dos cánceres que había superado pero que la dejaron exhausta.
Mientras caminaba iba pensando en los días difíciles que se avecinaban. Cómo compaginar mi trabajo con su cuidado cuando la subieran a planta en el hospital. Ya había pasado en varias ocasiones por ello y cada vez se me hacía más duro. En algunos momentos deseaba que todo terminara y luego me sentía culpable por ello.

Al entrar en el hospital aceleré el paso. Era algo instintivo que hacía siempre. Parecía que una urgencia inexplicable tirara de mí y me obligara a ir más deprisa aún cuando no sabía de qué se trataba ni si me afectaba.

La situación en la UCI había cambiado. Mi madre estaba en su cama, con los ojos cerrados, muy pálida y no respondió a mi saludo. Claramente había empeorado. Pregunté a una enfermera y casi sin mirarme me dijo que la iban a subir a planta. Ninguna explicación más.

En el ascensor, junto a la cama, yo iba como una autómata. No percibía nada, ni ese olor especial que hay en los hospitales mezcla de desinfectante, de comidas recalentadas y de sudor de enfermos y acompañantes ni el ruido de los carros metálicos por los pasillos. No supe en qué planta estábamos. Recuerdo una habitación con dos camas, en una de las que había una mujer. Otra mujer, más joven, le hacía compañía sentada en una silla a su lado.

Entró una doctora y nos pidió que saliéramos para reconocer a mi madre.

Al rato, vino a buscarme al pasillo

- Usted ya sabe que su madre está muy mal. No creo que pase de esta noche. Avise a quien crea conveniente.

- Por favor, que no sufra -fue lo único que acerté a decir.
No avisé a nadie. No tenía familiares directos y vivían lejos. Ya vendrían para el entierro.

Me senté junto a ella. Debido a alguna medicación despertó de su sopor y me dijo

- Vámonos a casa.

- Mañana -le contesté.

Ella sonrió y me respondió con una frase que decía mi padre simulando acento alemán.

- Probablemente mañana.

Curiosamente, ella que siempre tuvo tanto miedo a morir, estaba tranquila y relajada, serena. En un momento dado pronunció una frase que yo nunca le había oído decir en ninguna de las muchas ocasiones en que decía que se moría.

- Mañana doblarán por mí las campanas -y volvió a sumirse en su sopor.

Mi madre murió esa madrugada a las 6:10 horas.