"Desarraigo", de Florencia di Paolo

22.05.2019

Le dijeron que era igual a Madrid, pero él no conoció Madrid. Excepto por esa postal que recibió su madre de parte de su hermana, que estaba de luna de miel recorriendo la capital. Un día José vio la figura de su madre frente a la máquina de coser pedaleando lento bajo la luz de una lámpara de queroseno alejarse de a poco y disipándose entre el vapor del barco. Él no lo sabía, pero la inmortalizó en ese momento. La foto de la postal era de la calle Sevilla y mostraba edificios, algunos todavía en construcción, alrededor de un farol; una cúpula asomando en el paisaje de cemento, peatones caminando en distintas direcciones y un carruaje tirado por caballos. Entonces, cuando llegó a Buenos Aires y vio todo el rejunte de gente apurada en vano, atiborrándose entre sí, se dijo que Buenos Aires no era igual a Madrid. Después cambiaría de idea. Todas las ciudades tienen un rincón en común que cuando une lo mira se transporta, como si los factores que componen a las ciudades fueran siempre los mismos, pero con distintas disposiciones.

Enrique tiene la boina apretujada entre las manos y repite su nombre: Enrique Prado. Lo dice bajito, como si estuviera silbando de madrugada sin querer despertar a nadie. En migraciones le escribieron Pardo a él y Prado a José, pero ninguno de los dos lo supo nunca. Le preguntó lo mismo a ambos. José contestó andaluz. El agente de migraciones dijo en voz alta y mirándolo por encima de los anteojos: español.

Tiempo después, en una cantina con un vaso de vino tinto en la mano, Luis Fernández se le acercaría jocoso y lo llamaría gallego. Qué hacés, gallego. Y el rostro de José se ruborizaría, pero esa condición pasaría desapercibida por su tez curtida y templada por el vino y el calor del lugar. Soy andaluz, le dijo. Pero Luis ya se estaba acomodando en la barra para pedir una medida de grapa. Mientras hacía un vaivén con sus muslos para encajar en la banqueta, José lo tomó del hombro y le repitió: Soy andaluz. Luis lo miró serio por unos segundos y desvió los ojos a la mano de su compañero de labranza. Acercó su rostro al de José y le retrucó: ¡Ah! ¡Como mi vieja! Mi viejo es gallego. Como uno no conoce, es un poco lo mismo. En ese momento José comprendió que ser gallego era lo mismo que ser argentino y que ser argentino era lo mismo que ser de cualquier lugar.

José extiende la mano para alcanzar los papeles que le da el hombre detrás del mostrador. Cada uno carga una valija y se disponen a atravesar la multitud para llegar a los dormitorios. Suben dos pisos para desnudarse al lado de una camilla, abrir la boca y sacar la lengua. Mientras Enrique practica esa mueca frente al médico, ve a una enfermera llevar a un anciano en silla de ruedas hasta la camilla de al lado. Necesitan dos personas de cada lado para levantarlo y acostarlo. Después del guiso de esta noche va a estar mejor, interrumpe el momento la voz del médico. Enrique buscaría en secreto aquel rostro entre los comensales y no lo encontraría. Su búsqueda pasaría desapercibida: todas las personas en esa habitación buscaban de forma consiente o no a alguien que ya no está.

Los dejo por un rato ahí, con los hombros caídos y los sacos desprendidos. Elijo creer que el traje que llevan ambos es de su padre, atravesado por un sable mambí cuando su madre todavía estaba embarazada de Enrique. A José le queda corto de mangas, pero le va bien de cuerpo. Tiene el porte de la familia Carmona, alto y ancho, no engordaría hasta muchos años después. A Enrique el traje le queda holgado, es menudo y toca bien la guitarra. Enrique es el hermano menor. José carga con la responsabilidad de su existencia, pero sabe que a pesar de ser jóvenes, ambos están bien criados por su madre, la única autoridad a la que seguirían respondiendo. Le hablarían como a una deidad, incluso tratando de que dios no se entere.