"De Southampton a New York" de Franco Galliussi

13.10.2020

Fue capaz de percibir el dulce sonido de un violonchelo en sus últimos minutos de vida. Si bien el oído es un órgano incapaz de juzgar como dulce a un estímulo, fue el adjetivo que mi padre consideró adecuado para describir a tal melodía.

Quien ejecutaba la música sabía que en pocos minutos moriría, y mi padre asumía que el mismo destino lo aguardaba.
Una hora atrás, a través de esos mismos oídos, escuchó que el barco indefectiblemente se hundiría en las frías aguas del Atlántico, y que los botes de emergencia sólo serían destinados a mujeres y niños.

Existió un momento de silencio entre la noticia y la primera reacción. Supongo que fue producto de la contención de los sentimientos de angustia y miedo que, naturalmente, no podían ser exhibidos frente a nosotros: sus hijos.

Mientras las zonas inferiores del barco rebalsaban de agua, mi padre planchó una camisa blanca, lustró sus zapatos, estiró con sutileza las puntas de un moño azul y aprontó su mejor traje de gala. Salió del camarote vistiendo elegantes prendas y dejó tras sus pasos una fresca e invisible estela, que emanaba de tres gotas de aquel perfume francés que le regalamos en su cumpleaños, y que en esa ocasión pulverizó en su cuello.

En el hall del trasatlántico, que era el seno de una gran tragedia, logro que un rendido mozo le trajera una copa y una botella de brandy de jerez.

Un muchacho vestido de marinero nos pidió que enfilemos hacia un bote.

Recuerdo que nuestra despedida fue sentimentalmente fría: quizás mi padre intentó transmitirnos tranquilidad. Nunca lo sabré.

- No se preocupen, tomo un trago y luego los alcanzo -dijo relajado-. Escuchen niños... ¡qué dulce es esa canción! -. Y riendo, señaló a un solitario músico que aún continuaba tocando entre todo el alboroto.

Luego de acariciarnos el cabello y besar a mi madre, se sentó en la única silla que permanecía en pie. Se sirvió la bebida color ámbar en una copa de balón y no dijo más nada.

Algunos corrían en distintas direcciones, otros lloraban junto a sus familias y los menos trataban de construir improvisadas balsas con las mesas y pedazos de madera.

No mi padre, él nunca lo haría. Incluso se negó a colocarse un chaleco salvavidas para no arrugar su esmoquin.

Nunca lo dijo, pero insinuó con toda claridad, al mostrar un semblante impecable, decorado con una sobria galera y una fina copa de brandy en su mano, que esperaría a la muerte como lo que siempre fue: un caballero.

Cuando nos fuimos, el agua ya empapaba sus pies y humedecía sus botamangas, pero su rostro no se inmutó.

El bote empezó a descender, tomé la mano de madre y de mi hermano menor. Luego, la música se detuvo.

Treinta años después, aún espero que él nos alcance.